Antonio Corredor

Antonio Corredor, de la guerra a la construcción de iglesias

En 1899, a los once años, el campesino Antonio Corredor Camargo fue reclutado contra su voluntad en el Municipio de Une (Cundinamarca), para que participara en la “Guerra de los Mil Dias”, conflicto que causó más de cien mil muertos, dejó al país en la pobreza y provocó la pérdida de Panamá, que en esa época era un Departamento de Colombia. Al igual que él, miles de niños fueron obligados a combatir sin tener en cuenta la edad, como lo muestra la gráfica de los archivos del Banco de la República.

La guerra se debió al enfrentamiento armado de sectores radicales de los partidos liberal y conservador por el manejo del poder. Los liberales buscaban acabar con las estructuras políticas, económicas, administrativas, sociales y culturales que habían quedado de la época de la colonia española, transformando al país en un Estado Federado –donde las regiones tuvieran autonomía para administrar sus propios recursos– y en el cual los ciudadanos pudieran tener libertad de cultos para practicar la religión que escogieran.

Los conservadores, en cambio, insistían en conservar un Estado centralizado, administrado desde la capital del país, que conservara el vínculo estrecho con la Iglesia Católica y mantuviera una férrea defensa del legado que habían dejado los conquistadores españoles. Después de 3 años de combates, en 1902, la guerra la ganaron los conservadores, los campesinos que habían perdido sus tierras fueron desplazados a las ciudades y los perdedores fueron borrados de la Historia.

En Abril de 1913, al contraer matrimonio a la edad de 25 años con la señorita Ana Rosa Bello Sierra, Antonio Corredor Camargo fue arrestado por la policía en el día de la boda, cuando lo confundieron con el protagonista de la novela “La Vorágine”, que se había fugado con la hija de un hacendado rico.

Treinta y dos años después, aun cuando Antonio Corredor no se lo propusiera, su imagen adquirió características populares cuando algunas personas lo confundieron con Adolfo Hitler, el dictador del Partido Nazi de Alemania y principal protagonista de la Segunda Guerra Mundial, que causó más de 50 millones de muertos en Europa. La fotografía, captada en esa época, permite apreciar el parecido de su rostro con el del político alemán.

Sin embargo, salvo ese detalle físico, Antonio Corredor Camargo –cuya existencia es digna de una película–, se distinguió durante toda su vida por ser un hombre decente, honesto, noble y pacífico. En síntesis, un caballero ejemplar, trabajador incansable, respetuoso de todas las personas con quienes interactuaba en sus numerosos viajes por Colombia y dedicado enteramente a construir iglesias en Bogotá y varios municipios de los Departamentos de Cundinamarca y el Meta, como se reconoce hoy públicamente en una de sus obras: la Iglesia de Fosca.

Antonio Corredor Camargo

La vida dura…, llena de complicaciones…, de situaciones inesperadas y a veces angustiosas…, forja hombres fuertes, acostumbrados a resistir toda clase de dificultades y a buscar soluciones prácticas a los problemas que van apareciendo día tras día.

Así lo aprendió Antonio Corredor Camargo desde los once años de edad, cuando fue reclutado para que participara en la “Guerra de los Mil Días”.

Se trataba de un niño criado en el campo, acostumbrado a la tranquilidad y el aire puro de su tierra…, a la suave brisa que mecía las hojas de los árboles en los atardeceres cuando el sol se iba ocultando detrás de las montañas…, a las noches llenas de estrellas en el cielo…, que se despertaba cada mañana escuchando el suave gorjeo de los pájaros cuando volaban de árbol en árbol…, que sonreía al escuchar el zumbido de las abejas cuando pasaban cerca de él… Como todos los niños de su edad, era un pequeño que corría alegremente detrás de los marranos, los perros, los gallos y las gallinas…, que iba creciendo feliz en medio del amor de sus padres y los juegos infantiles de sus amiguitos.

Pero de repente, sin previo aviso, Antonio fue sacado del seno de su hogar de un momento a otro, sin explicaciones lógicas que justificaran la actitud de los hombres que habían llegado para llevárselo, sin tener idea para dónde, ni qué iban a hacer con él. El reclutamiento se convirtió en un acontecimiento brutal, que provocó un dolor inenarrable ante el desconcierto y el susto del menor, atormentado por el recuerdo de ver a su padre Crisanto discutiendo con los hombres que lo subieron a un vehículo donde iban otros niños, y de su madre Eusebia suplicando que no se lo llevaran, al tiempo que no dejaba de llorar amargamente.

Aún hoy se estremece el espíritu al recordar aquella escena: el niño llorando y gritando: ¡ Mamá… mamá… mamá !, mientras Eusebia, temblando de angustia y con las rodillas doblegadas por el dolor ante la inesperada partida de su hijo, era sostenida por los brazos de Crisanto para que no cayera al suelo, en la mitad de la carretera y en medio de los vecinos que les manifestaban su solidaridad.

Era tanta la angustia de Antonio, que en un momento dado intentó saltar del camión en el que transportaban a los menores. Esto obligó a uno de los adultos a sujetarlo fuertemente por los brazos para que no se lanzara desde el vehículo en movimiento. Eusebia, mientras tanto, no paraba de llorar y de gritar: “Por Dios… no se lleven a mi hijo… Por Dios, no se lo lleven… Devuélvanlo…”. El dolor colectivo se prolongó hasta cuando el camión desapareció a lo lejos en medio de una nube de polvo que cubría las siluetas de los árboles y les dejaba las hojas completamente grises. Pasados los minutos de confusión todo quedó en silencio y los padres regresaron al ranchito en el cual vivían, agobiados por una tristeza que se prolongó durante los tres años de ausencia.

El espíritu se sobrecoge al recordar que el mismo dolor, la misma angustia, la misma tristeza e idénticos sentimientos de impotencia los sintieron miles de madres, miles de padres campesinos a quienes les arrebataron, de un momento a otro a sus pequeños hijos, para obligarlos durante más de mil cien días a combatir con fusiles, con cuchillos, cuerpo a cuerpo, contra hermanos campesinos de otras regiones de Colombia, para defender una guerra inútil, de la cual muchos jamás regresaron porque fueron asesinados en medio de un conflicto que ellos no habían provocado y que solo dejó muerte, pobreza y más violencia.

Por su parte, el niño no pudo compartir, durante los tres años de guerra, los sufrimientos, las preocupaciones y las angustias que vivió día tras día. Con el paso inexorable del tiempo, el calvario que soportó y las tristezas que agobiaron el espíritu de Antonio Corredor Camargo, desaparecieron en las tinieblas del pasado. Por eso nos adentramos en lo más profundo del espacio, en busca de la belleza espiritual de ese ser maravilloso que pasó, de la guerra, a la construcción de iglesias católicas desde las cuales se eleva hoy un clamor colectivo por la paz del país, al invocar al Señor Jesucristo, para que nos proteja a todos.

Para entender el mundo en el cual vivió, sufrió y triunfó Antonio Corredor Camargo, aprovechamos durante diez años los diferentes viajes que realizamos por las montañas de Cundinamarca, sus municipios, sus veredas, sus ríos y sus iglesias, para maravillarnos con las imágenes de las obras que él construyó y que dejó plasmadas en las fotografías que nos legó a través de su hijo Arturo Corredor Bello. Las gráficas que Antonio captó con su modesta y primitiva cámara permiten entender las remodelaciones que se les han hecho, durante más de un siglo, a los templos y edificios que él construyó con sus equipos de obreros en los Departamentos de Cundinamarca y el Meta, y en la capital del país.

¡ La memoria de Antonio Corredor Camargo no puede ser olvidada !…

¡ Debe ser rescatada del pasado para convertirla en un ejemplo de resiliencia en el presente de Colombia y un ejemplo de superación personal para sus descendientes !.

El extraordinario esfuerzo que hizo para superar los dolores de la guerra y convertirse en un ciudadano ejemplar después de ella, son factores más que suficientes para que le rindamos un homenaje póstumo sincero, con la esperanza de despertar sentimientos de admiración hacia lo que él representa en la vida de las Familias Corredor-Camargo, Corredor-Bello y Corredor–Álvarez, entre otras que han ido formando sus nietos y nietas.

El doloroso cambio del hogar… a la guerra

Desde el primer día de su reclutamiento, los cambios en la vida de Antonio fueron dolorosos. De estar acostumbrado al trato amoroso de sus padres y familiares cercanos, el niño pasó a recibir órdenes de extraños, gritos de adultos, humillaciones de desconocidos a quienes solamente les importaba que él hiciera lo que se le exigía, en medio de las atrocidades de la guerra.

Durante más de mil días el niño Corredor Camargo –como los otros menores reclutados en la mayoría de municipios del país–, fue obligado a ayudar en la atención de personas heridas o mutiladas durante los combates, a familiarizarse con cadáveres, a ver cómo caían muertos sus fugaces amigos y a aprender a soportar hambre por largos períodos mientras recorrían las montañas, bien fuera para escapar de fuerzas enemigas o para ir contra ellas. En los frentes de guerra los niños se veían obligados a trabajar tanto como los adultos y por eso, al final del día, caían rendidos en cualquier parte.

Así fueron pasando los días…, las semanas…, los meses… y los años.

Nadie puede imaginar hoy, más de un siglo después de esta odisea, la profunda tristeza que embargaba el alma del pequeño Antonio durante las noches, cuando se encontraba solo y no podía dormir porque en su mente revivía, una y otra vez, los disparos de los fusiles, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo con bayonetas y los momentos en los cuales estuvo a punto de morir, o vio morir a alguien.

Fueron años enteros de dolor, de angustia, de llanto en silencio al sentirse indefenso sin poder hacer nada para salir de una guerra cuyos propósitos no entendía. Estas situaciones y los malos tratos que recibía diariamente cambiaron de tal manera su personalidad, lo traumatizaron tanto, que la alegría y la risa del niño desaparecieron para siempre del rostro del adulto, como quedó plasmado en el impactante retrato que acompaña esta parte de su Biografía.

Cuando Antonio regresó al hogar de su familia, a los catorce años de edad, ya no era el mismo. Había madurado prematuramente. Ahora parecía un adulto callado e introvertido en el cuerpo de un niño, pero de una inteligencia y determinación superiores al promedio de su edad. Los sentimientos de amor y alegría con los que fue recibido por sus padres Crisanto y Eusebia, además de la tranquilidad del hogar, se fueron convirtiendo gradualmente en el bálsamo que su espíritu necesitaba para superar los recuerdos de la guerra y los síntomas post traumáticos que un conflicto de esta magnitud deja en los sobrevivientes.

Desde esa época se le conoció como un hombre decidido a salir adelante por su propio esfuerzo, trabajando duro para ganarse la vida. Las características de su nueva personalidad quedaron grabadas para siempre en las pocas fotografías que se le pudieron tomar: un rostro que jamás volvió a sonreír y una mirada de hombre decidido a luchar para sobrevivir.

Lo primero que hizo fue imponerse una férrea disciplina en todo lo que hacía, desde comenzar a trabajar el campo al salir el sol, cocinar alimentos para atenderse él mismo durante viajes por territorios lejanos y aprender a montar a caballo.

Antonio a los veinte años de edad

En 1908, a los veinte años de edad, a Antonio le llamó la atención la forma como los albañiles del lugar donde vivía construían toda clase de edificaciones con materiales rústicos. A partir de ese momento se dedicó a observar pacientemente cómo trabajaban los maestros de obra y a preguntarles cuáles eran las técnicas que utilizaban para garantizar la estabilidad y la solidez de edificaciones de uno, dos o más pisos. Inclusive, formó parte de varios grupos de trabajadores en calidad de voluntario, mientras recibía la ayuda de su familia. Una vez demostró que estaba listo para trabajar, consiguió su primer empleo.

Esta actitud decidida…, audaz…, que se convierte en un ejemplo para los dos millones quinientos mil desempleados de la Colombia de hoy, le brindó a Antonio la oportunidad de adquirir la experiencia necesaria para triunfar años después en la construcción de edificios e iglesias.

Por el amor que le ponía a todo lo que hacía, por su eficiencia en la rápida realización de las obras y en especial por su honestidad para hacer edificaciones con materiales de buena calidad a precios razonables, el joven Corredor Camargo fue reconocido muy pronto en Nemocón, en Une y en otros pueblos de Cundinamarca, como uno de los mejores en el ramo de la construcción. Era la época en la cual la palabra de un hombre, su seriedad, su eficiencia y su honradez, eran las mejores cartas de presentación. Y todas esas cualidades las reunía Antonio, quien comenzó a ser llamado por los sacerdotes católicos para que les construyera sus iglesias.

Sin embargo, había un problema: En los albores del Siglo XX las zonas rurales de los Departamentos de Colombia no tenían carreteras que comunicaran a los municipios entre sí. Para ir de un lugar a otro, era necesario –como lo hicieron las tropas de Simón Bolívar durante la Campaña Libertadora–, conocer bien las montañas, sus senderos o trochas, sus ríos, lagunas y humedales, para poder saber cuántos días sería necesario viajar, dónde pasar las noches en la total oscuridad de los bosques y protegidos de animales salvajes, cuántos caballos se requerirían para el personal de obra y cuántas mulas para llevar las provisiones.

Y precisamente por la experiencia vivida de niño durante tres años en la Guerra de los Mil Días, Antonio Corredor Camargo había conocido muy bien las montañas y sus diferentes características, por lo cual en su época de adulto se acostumbró a soportar las difíciles condiciones de los traslados y las inclemencias del tiempo, viajando durante varios días a caballo de un lugar a otro de Cundinamarca o el Meta, con el propósito de atender las solicitudes que le hacían los sacerdotes católicos para que les construyera sus iglesias.

En la fotografía que acompaña esta nota, captada en un río de Cumaral (Departamento del Meta), Antonio Corredor Camargo aparece en su caballo (a la izquierda), en compañía de su hijo José Antonio. En esa ocasión la esposa del constructor, Ana Rosa Bello Sierra, transportaba en un tercer caballo las ollas y los alimentos requeridos para el viaje.

Como trabajador incansable, Antonio Corredor Camargo (quien aparece en el centro de la fotografía), dejó a sus nueve hijas e hijos el recuerdo de un padre amoroso y a su país un ejemplo de resiliencia, honestidad, decencia y cultura que hoy le hacen bastante falta a Colombia. Esta gráfica constituye un verdadero tesoro para la familia y el mundo, pues fue la única en la cual se logró captar en toda su dimensión el señorío y la elegancia de los caballeros del Siglo XX. La foto fue captada para dejar un recuerdo de varios aspectos que el Patriarca de la Familia Corredor, influenciado por los Padres Misioneros Montfortianos, aceptó que se podían considerar como históricos:

  1. En Enero de 1948 Antonio Corredor Camargo cumplió 33 años construyendo templos para la Iglesia Católica en Bogotá y los Departamentos de Cundinamarca y el Meta, circunstancia que él –en su religiosidad–, asoció con la creencia popular de la época, según la cual Jesucristo tenía 33 años cuando fue crucificado;
  2. Antonio, nacido en 1888, se preparaba para cumplir 60 años de edad;
  3. El cumpleaños coincidiría con los primeros 3 años de la construcción de la Iglesia de Manta (Cundinamarca);
  4. Dos de sus hijos se preparaban para ser profesionales bien calificados, algo que él anhelaba desde hacía mucho tiempo. José Antonio (quien aparece al lado derecho), tenía 25 años, y
  5. Arturo (quien aparece al lado izquierdo), tenía 20 años, una edad que Antonio consideraba maravillosa por lo que representaba de juventud, sueños y ganas de triunfar en la vida.

Tres meses después, el 9 de Abril de 1948, la tranquilidad de la familia fue alterada por la violencia que se desató en Colombia después del asesinato en Bogotá del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, quien había nacido y estudiado en Manta, y Antonio Corredor Camargo volvió a ser testigo de situaciones que había presenciado en su niñez, cuando la guerra entre los partidos liberal y conservador llegó al municipio donde él dirigía la construcción del templo financiado por los habitantes del lugar mediante rifas, bazares y otras actividades populares, por iniciativa del sacerdote Benjamín Iregui.

Con la Biografía de Antonio Corredor Camargo, reconstruida a partir de la investigación adelantada con base en los datos suministrados inicialmente por su hijo Arturo Corredor Bello en 2013, ya son tres los sobrevivientes de la Guerra de los Mil Días a quienes se les ha rendido un homenaje póstumo en esta Página Web. Los otros dos fueron Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez y Jesús Fonseca Amézquita, cuyas historias se pueden leer bajo la pestaña “Biografías”. Aun cuando las hijas, nietos y nietas de Juan Nepomuceno aportaron datos básicos de su vida en 2008, el relato completo sobre su participación en la guerra quedó detallado en la Biografía de Magdalena Gómez, su viuda.

Próxima entrega:

Aporte de Antonio Corredor
al culto al Señor Jesucristo

 

2 comentarios en “Antonio Corredor, de la guerra a la construcción de iglesias”

  1. Alba Lucía Baca Corredor

    Que admirable labor arquitectónica ha dejado mi abuelo Antonio Corredor Camargo. Incansable trabajador arquitecto empírico atendiendo las instrucciones de los franceses de quienes aprendió mucho y por su consagración al estudio de libros que consultaba. Que gran Legado para la familia.

    1. Alba Lucía: Mil gracias por sus generosas palabras. Con su comentario ya son varias las opiniones que me han expresado personalmente los miembros de la Familia Corredor – Camargo, desde la época en la cual la Biografía de Marco Antonio Isidro apareció en esta página Web. Al numeroso grupo de integrantes de la familia, ante quienes tuve el honor de hablar en una videoconferencia organizada por el abogado Rodrigo Corredor Silva, una tarde de 2023, se han unido ahora las familias de Alexandra Crespo Jiménez, en Santiago de Chile y de María Kamila Villalba Camargo, en Bogotá. Sinceras gracias y bendiciones para todos.

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