Travesuras que casi matan a Germán Navarrete
Desde los cuatro años y como todos los niños de su de edad, Germán Navarrete fue un chico inquieto y acostumbrado a jugar con todo lo que se encontraba en su camino. En Girardot, ciudad portuaria sobre el Río Magdalena, en el Departamento de Cundinamarca (Colombia), donde fue captada esta gráfica, el niño vivió situaciones que se grabaron para siempre en su memoria, cuando acompañaba a su madre, María del Carmen Navarrete Gómez, durante el trabajo de ella en la fábrica de café cuya fachada se ve en esta postal. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Un año antes de ingresar a laborar en los talleres del diario EL ESPECTADOR, María del Carmen Navarrete Gómez fue llamada por Don Adolfo Espinosa y sus hermanas para que trabajara al lado de ellos empacando café molido en la fábrica que la familia había fundado en Girardot, cuyas instalaciones estaban ubicadas en la edificación que se aprecia en esta postal de 1947. El lugar se caracterizaba por su tranquilidad, paz y zona de trabajo silencioso, hasta cuando de repente apareció un “terremotico” llamado Germán, que de la noche a la mañana puso todo “patasarriba”, en medio de las risas de los adultos. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Como si hubiera sido predestinado a vivir de experiencia en experiencia impactante, justo antes de viajar a Girardot con su mamá, Germán hizo un recorrido por los cerros de Bogotá con su primo Alfredo, un año mayor, acostumbrado a meter las manos en todas partes, “en busca de lo que no se le había perdido”, como decían las señoras en esa época. Y precisamente en uno de los charcos de la montaña, mientras Alfredo perseguía a “Pirata”, el perro de la casa de “La Perseverancia”, a Germán le dio por meter la mano derecha entre el agua que había caído la noche anterior, para buscar renacuajos como los que veía de vez en cuando en esos lugares.
Foto de Google news.culturacolectiva.com
Pero en esa ocasión, cuando Germán metió la mano en un hueco debajo del agua, en lugar de renacuajos sintió que tocaba algo raro, como un animal de piel fría y viscosa… algo baboso. Sin pensarlo dos veces, pero con el ceño fruncido por la curiosidad, puso la mano debajo del animal que fuera y lo sacó a la superficie: ¡ Sorpresa !… era un sapo de gran tamaño, parecido a otro que salvaría de la muerte y pondría a salvo en 1994 en el parqueadero de la Universidad de La Salle, donde lo encontró escapado del pequeño zoológico del lugar. Pero a los cuatro años de edad, tener un sapo grande en una mano, como el que aparece en esta fotografía, era algo muy impactante. Y el pequeño Germán arrojó al sapo entre el pasto, donde quedó escondido de las miradas de la gente.
El primer viaje de Germán desde Bogotá hasta Girardot en tren también fue impactante:
La emoción infantil al escuchar a mamá decir: “Vamos Germán… levántese que nos vamos para Girardot…Vamos… vamos… vamos que nos están esperando en el tren”. El acelere de bañarse aceleradamente a las 5 de la mañana y vestirse de afán para viajar por primera vez a Girardot en un tren, iniciando un recorrido a pie por la calle 32 hasta la carrera 5ª del barrio “La Perseverancia”, con el propósito de abordar un bus que los llevaría hasta la Estación de La Sabana.
La emoción infantil de contemplar la arquitectura del edificio de la Estación de La Sabana (vista aquí en una foto de Wikipedia) y llegar al lugar en medio de gran cantidad de personas vestidas con ruanas, que era la prenda de la época para evitar el intenso frío de las mañanas bogotanas.
La emoción infantil de conocer los vagones remolcados por una locomotora y trepar corriendo a uno de ellos para mirar por las ventanas hacia todas partes y conocer por dónde íbamos a viajar… correr dentro del vagón para saber dónde estaba nuestro puesto… escuchar la algarabía de las gentes y asombrarse con el fuerte olor de gallinas, canastos y mercados…, escuchar los primeros sonidos de la locomotora al iniciar su recorrido para salir de Bogotá… ver la gran columna de humo y escuchar el enorme ruido que hacía la locomotora al acercarse a los pueblos de la Sabana en medio de los gritos de las gentes que corrían al lado del tren para llamar la atención de los viajeros que asomaban las cabezas por las ventanas en busca de arepas, empanadas, helados, dulces, frutas, bocadillos y toda clase de cosas.
(Foto de CIVICO.com Tren turístico de La Sabana – Página oficial).
- La emoción infantil de sacar la cabeza por la ventana a toda hora para mirar los árboles que pasaban raudos frente a los ojos y sentir en el rostro, o en los brazos, el golpe de una que otra hoja de gran tamaño, así como la inolvidable sensación de los olores del campo a café… mangos… naranjas… a pastos recién cortados… a tierra húmeda y asustarse al escuchar el fuerte sonido y la vibración del tren al cruzar por entre angostos puentes construidos sobre ríos… y maravillarse observando el brillo del sol sobre los rieles de acero a medida que nos íbamos acercando a nuestro destino.
- La emoción indescriptible de llegar a Girardot y bajar del tren abriéndose paso difícilmente en medio de centenares de campesinos con sus gallinas, canastos y bultos de mercados, mientras otras personas agitaban frente a la cara del niño toda clase de mercancías en busca de compradores.
- Por último, la emoción de llegar a la “Fábrica de Café
En la Fábrica de Café Molido de Adolfo Espinosa y sus dos hermanas, el pequeño Germán Navarrete, de apenas cuatro años de edad, llegó a alborotar a todo el mundo. Como en los años 40 del Siglo XX la ciudad portuaria de Girardot era un centro de bastante actividad comercial y turística, se gozaba de un ambiente de gran progreso y seguridad. Hasta el punto de que la puerta principal de la fábrica — como se observa en esta postal de 1947–, permanecía abierta a toda hora durante la jornada laboral. Por aquí salía el chiquillo a dar la vuelta a la cuadra, solo, obligando a la mamá o a alguno de los adultos a salir corriendo a buscarlo, para evitar que se perdiera en las calles de la ciudad. Para colmo, el travieso niño se escondía detrás de los árboles para que no lo encontraran y a veces María del Carmen se veía obligada a regresar con él alzado a la fábrica, donde quedaba dormido después de tantas aventuras.
Al llegar el niño Navarrete, a quien cariñosamente llamaban “terremotico” por su acelere, los gatos que Adolfo Espinosa y sus hermanas tenían como mascotas, salían disparados cuando veían al chiquillo que los corría, mientras los pajaritos dejaban de cantar y saltaban nerviosamente dentro de sus jaulas al acercarse el niño, aun cuando él no les hacía nada. Simplemente los buscaba para escucharlos cantar y ver sus coloridos plumajes.
Pero lo único que sí no dejaba quieto el pequeño “terremotico” eran las sillas mecedoras de mimbre que Don Adolfo y sus hermanas tenían en la sala y sacaban a la puerta de la casa para escapar del calor y respirar el aire fresco de las horas de la tarde, luego de una intensa jornada de trabajo moliendo y empacando café. Cuando las mecedoras eran devueltas a la sala, el pequeño Germán era feliz haciéndolas mover a gran velocidad todas a la vez y se desaparecía como por encanto, antes de que alguien lo regañara por meterse con el instrumento más preciado de los dueños de la casa.
En la noche el niño se sorprendía al ver en el techo de su cuarto animales que reptaban por las paredes, como las iguanas y las arañas, pero que afortunadamente nunca llegaron a aparecer dentro de las cobijas de la cama. Y aunque era un niño muy pequeño para fijarse en servicios públicos, quedó grabado en su memoria el hecho de que la casa parecía carecer de tubería de agua potable, porque para abastecerse del líquido todos utilizaban ollas u otras vasijas para sacar el agua de un gran tanque abastecido con agua lluvia.
La época de estudiar y de treparse peligrosamente en vagones de trenes
Una vez concluida la época de empacar café en Girardot, María del Carmen Navarrete regresó con su hijo Germán a Bogotá y aprovechó el ofrecimiento de su cuñada Isabel Santana Cano de Merchán para matricular al niño en el primer año de primaria en el “Instituto José Joaquín Vargas”, regentado por las Hermanas de la “Comunidad de San Vicente de Paul”, en el barrio “Cundinamarca”, al Occidente de Bogotá (Colombia), una zona de intenso tráfico de trenes de carga y pasajeros en esa época.
Luis Antonio Santana Cano, padre de Germán, era un agente de la Policía Nacional asignado al Departamento de Cundinamarca, quien de vez en cuando tenía oportunidad de recibir a María del Carmen Navarrete Gómez y su hijo Germán en las instalaciones que la policía tenía al Norte de Bogotá, a la salida hacia Tunja, en 1948. Como el pequeño no había sido acostumbrado a tener juguetes, ni amiguitos, su mayor distracción a los 5 años de vida era hacer ejercicios militares trepando por las sogas que utilizaban los policías para sus prácticas oficiales. También se divertía corriendo de un lado para otro en la Escuela de los agentes. A sus 78 años, Germán aún espera una oportunidad para conseguir una foto aérea de ese plantel en el “Instituto Geográfico Agustín Codazzi”, de las captadas por el padre del editor de libros Benjamín Villegas, cuando desde una avioneta hacía registros de las características geográficas de la Sabana de Bogotá de mediados del Siglo XX.
Luis Antonio Santana Cano, padre del niño Germán Navarrete. En la biografía del menor, que se puede consultar en esta página Web, se explicó que Santana no reconoció oficialmente su paternidad, por lo cual el pequeño heredó el apellido de la madre, María del Carmen Navarrete Gómez. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Para compensar a María del Carmen y su hijo por no haber podido responder como padre de Germán, debido a que prestaba sus servicios de policía en el municipio de Pacho (Cundinamarca), donde no solo tenía la obligación de estar pendiente de la comunidad sino de su propia madre, su finca productora de café y frutas y de la familia de su hermano José, Luis Antonio Santana Cano le pidió ayuda a su hermana Isabel y a su marido, Isaac Merchán, para que le consiguieran un cupo escolar al niño en el “Instituto José Joaquín Vargas”, que estaba ubicado a pocas cuadras de distancia de la casa del matrimonio Merchán-Santana. Además, para que le dieran almuerzo después de sus clases de lunes a viernes.
Isaac Merchán y su mujer Isabel Santana Cano constituían una familia popular en el barrio “Cundinamarca”. Isaac porque había montado en el patio de su amplia vivienda un taller de fundición de piezas metálicas para entidades como la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB), la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá (EEEB), o empresas particulares. Coincidencialmente, a pocos metros de la parte posterior del taller estaba ubicada la vía férrea de los trenes que llevaban pasajeros a Girardot, o traían mercancías del interior del país para Bogotá. Isabel, por su parte, era famosa porque había convertido la sala de su casa en un restaurante al cual llegaban trabajadores de la zona industrial cercana, residentes del barrio y personas que ocasionalmente pasaban por ese lugar.
Durante los 5 años en los cuales adelantó sus estudios de primaria, el pequeño Germán pasó horas enteras observando el proceso de la fundición al cual se había acostumbrado en los talleres de EL ESPECTADOR y que en la actualidad es ilustrado gráficamente por Pablo Martínez Vicente en su blogspot “Cu Si Min”, con las siguientes gráficas:
Antes de enterrar los moldes y prepararlos para la fundición, el crisol con el bronce ya lleva unas horas tomando temperatura. La temperatura de fusión del bronce se encuentra entre los 800ºC y los 1000ºC aproximadamente, y esta varía según su composición. (Fuente: Cu Si Min – Cusimn.blogspot.com)
Hay diversos tipos de bronces con aleaciones ya establecidas, en los que pueden aparecer metales como plomo, zinc, níquel, silicio, manganeso, aluminio o hierro. (Fuente: Cusimn.blogspot.com)
La aleación del bronce que “Cu Si Min” utiliza para su fundición está compuesta principalmente de Cobre, Sílice y Manganeso, y es la que da nombre al blog y a la muestra de trabajos que realizan.
Este era, exactamente, el colado de metal fundido que hacían Isaac Merchán, sus hijos y sus empleados, para producir las piezas metálicas solicitadas por los clientes. Por tratarse de un proceso doméstico no se utilizaban caretas ni protectores como los que emplean los trabajadores de la gráfica. (Foto de Wikipedia).
En el “Instituto José Joaquín Vargas”, un colegio en el que estudiaban aproximadamente 200 niños divididos en varios cursos, de primero a quinto de primaria, al pequeño Germán Navarrete, de diez años de edad, le ocurrieron cuatro situaciones que le dejaron experiencias inolvidables:
Jalón de orejas en una iglesia por no besarle el anillo a un Obispo
En la gráfica aparece el niño Germán Navarrete a los 10 años de edad, cuando hizo su Primera Comunión, en 1953. Nueve meses después fue llevado a un templo de Bogotá para postrarse ante un Obispo de la iglesia católica y besarle un anillo. Al no hacerlo, el pequeño recibió un jalón de orejas por faltarle al respeto al representante de Dios en la tierra. (Foto Valenzuela, del Centro de Documentación Navarrete).
Colombia siempre ha mantenido una relación de respeto hacia la iglesia católica, especialmente durante las ceremonias religiosas de Semana Santa. Es una época en la cual los planteles educativos acostumbran participar en todo el país, con sus estudiantes, en los actos litúrgicos. En Abril de 1954, en desarrollo de esos eventos, los niños del “Instituto José Joaquín Vargas”, del barrio “Cundinamarca”, en Bogotá, fueron llevados a un templo cercano y colocados en fila ante un prelado que tenía el rango de Obispo, ante quien debían arrodillarse y besarle el anillo que llevaba en uno de los dedos de la mano derecha para pasar luego a ocupar un asiento dentro de la iglesia.
Al corresponderle el turno a Germán, el niño hizo una genuflexión de rodillas pero no besó el anillo como lo habían hecho sus compañeritos, sino que se quedó mirándole la mano al religioso, como preguntándose mentalmente “¿ Por qué tengo que besarle un anillo ?” y luego lo miró directamente a los ojos. Como el niño se demoraba en obedecer, alguien le dio un pequeño empujón en el hombro para que actuara y al no hacerlo una de las monjas lo jaló por una oreja y lo llevó a un lado para decirle que esa conducta no era apropiada ante el señor Obispo, que no lo castigarían en ese momento porque estaban en la iglesia, pero que no lo volviera a hacer. Después lo ubicó en el lugar que le correspondía. Germán lo único que pudo hacer fue masajearse la oreja para que no le siguiera doliendo por el maltrato. Después, por el alboroto del regreso de los niños al colegio, la monja se olvidó del detalle y no le dijo nada a la profesora del muchacho.
Germán noqueó a un niño que le lanzó una “coca” gigante para pegarle en los ojos
Juego de la coca. (Foto de Google Sites)
En los años 50 del Siglo XX la cultura boyacense había impuesto de moda en Colombia el juego de la “coca”, instrumento que se aprecia en esta gráfica. En todos los salones del “Instituto José Joaquín Vargas” las niñas y niños jugaban con “cocas” de todos los tamaños a la hora del recreo.
Un día, cuando los estudiantes del curso de Germán estaban en clase, pero la profesora se había retirado por un momento, los niños aprovecharon para practicar “el juego de la coca”. El pequeño Germán, en actitud graciosa y sin ninguna mala intención hizo el ademán de tocar con una “coca” pequeña a un compañerito para invitarlo a participar en el juego. El menor, considerado como el más agresivo del salón, se puso furioso por la actitud de Germán y le respondió lanzándole al rostro la “coca” que le había regalado el papá, del tamaño más grande que había salido al mercado, con la intención de pegarle en los ojos. Lo hizo con la misma actitud de rabia con la que trataba a los demás pequeños, para demostrarles que nadie se podía meter con él.
Al sentirse agredido sin razón alguna y a pesar de que el niño era un poquito más grande que él, Germán sintió que la sangre se le subía a la cabeza cuando observó que el compañero preparaba su “coca” para atacarlo de nuevo. Sin pensarlo dos veces y actuando impulsado por una furia incontrolable, le lanzó un puñetazo en la boca al muchacho, con tanta fuerza y violencia que cayó al piso con sangre en los labios. Ese día terminó el reinado del que se consideraba el más bravo de los niños del salón y nunca más volvió a meterse con el pequeño Germán, quien le restó importancia a ese acontecimiento y no volvió a tratar al niño en el colegio.
Ahorcado hasta la asfixia, con “La llave china”, durante un recreo escolar
Actitudes como las que muestra esta gráfica, practicadas a manera de juegos entre niños pequeños o adolescentes, pueden ser peligrosas si quien es atacado por la espalda no sabe defenderse, como fue el caso de Germán Navarrete en su niñez. (Fuente: Mario Neri en defensapersonal4ryu.com – Consejos y tutoriales).
Estudios e investigaciones médicas han demostrado que en el mundo casi todos los varones somos propensos a ser bruscos y a veces violentos durante la infancia y la adolescencia. Es una actitud innata en el ser humano, heredada de nuestros antepasados neanderthales, cuando sus 5 sentidos permanecían alertas para defenderse de los ataques de animales salvajes y a la menor señal de peligro la sangre circulaba en una mayor cantidad en los miembros más necesarios para el ataque o la huida, mientras disminuía en aquellas partes del cuerpo menos expuestas a reaccionar de manera instantánea.
En los colegios de muchos países, durante los recreos, es normal que niños y niñas tengan contactos físicos en los momentos en los cuales juegan en parejas o en grupos. Así ocurría en el “Instituto José Joaquín Vargas” en 1954, cuando el niño Germán Navarrete concluía su quinto año de primaria junto a menores criados en diferentes clases de hogares. Unos provenientes de familias donde el amor de pareja y el respeto entre padres e hijos era la característica predominante, por lo cual los niños eran pacíficos, no tenían tendencias a la violencia y otros en los cuales los pequeños se habían acostumbrado a la actitud fuerte del padre y a reaccionar con brusquedad ante cualquier situación que consideraran un reto a su manera de ser.
Acostumbrado durante su infancia a juegos de niños con 17 primas y primos en la modesta vivienda de sus abuelos en el barrio “La Perseverancia” y desde los 5 años a ir de un lado para otro con su madre, como también a vivir concentrado en los estudios, el pequeño Germán Navarrete llegó a los once años sin tener idea de qué era defensa personal, por lo cual un niño de su misma edad casi lo mata por asfixia durante un recreo en el colegio, como queda detallado en el siguiente relato. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Un día, en uno de esos recreos, Germán entró en un juego peligroso sin darse cuenta y sin medir los riesgos que podía correr, por absoluta ignorancia. Por una u otra razón él y el estudiante Álvaro Calderón (nombre que jamás olvidó), delgado, atlético y de tez morena, se trenzaron en una especie de combate cuerpo a cuerpo sin que los demás niños del patio de juego notaran que algo malo estaba sucediendo. Las profesoras y las religiosas del plantel tampoco advirtieron lo que ocurría, porque todos los menores se hallaban distraídos en diferente clase de juegos infantiles.
De un momento a otro, Calderón se ubicó por detrás de Navarrete, metió sus brazos por debajo de los brazos del pequeño Germán y comenzó a presionarle la nuca con las manos hacia adelante, con bastante fuerza, para doblegarlo. Era la típica “Llave china” practicada para someter a una persona en combates militares, o en clases de defensa personal. Germán, totalmente ignorante de esta clase de juegos, en lugar de usar sus brazos para contrarrestar la fuerza que le aplicaba Calderón en el cuello dificultándole la respiración, hizo exactamente lo contrario: levantó los brazos y no puso ninguna resistencia. Esto facilitó el ataque y la presión que ejercía el otro muchacho. La cabeza de Germán se fue hundiendo cada vez más en el pecho y comenzó a sentir que se asfixiaba. No podía respirar. Sus pulmones no recibían oxígeno y se sentía cada vez más débil. De repente sintió que las fuerzas lo abandonaban y prácticamente se desmayó. Transcurrieron varios segundos hasta cuando Calderón sintió que Navarrete no hacía ninguna clase de resistencia y comenzaba a caer al piso. En ese momento retiró los brazos y simplemente se fue, dejando al niño en el suelo.
Nadie se había dado cuenta de nada. El pequeño Germán, al sentirse libre de la presión sobre la nuca comenzó a volver en sí y abrió sus fosas nasales al máximo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras sus pulmones inhalaban todo el oxígeno que podían y comenzó a respirar con dolor en el pecho. En ese momento no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. La rabia que sentía por lo que le había pasado era más fuerte que el dolor de la nuca, el pecho y los pulmones. Aun cuando se recuperaba rápidamente y sentía alivio al respirar plenamente una vez se sintió libre del maltrato físico, su mente no hacía más que recordar aquellos momentos en los cuales sintió que le faltaba el aire para respirar, que Calderón le hundía la nuca sobre el pecho con tanta fuerza, hasta cuando levantó totalmente los brazos y cayó al piso… sin oxígeno en los pulmones.
Aun cuando en esa época no tenía ni idea de lo que significaba resultar herido en el amor propio, después de que Álvaro Calderón estuvo a punto de matarlo por asfixia, o de dejarlo con una lesión cerebral por permanecer un tiempo sin respiración, Germán Navarrete tomó a sus once años de edad una decisión que practicó el resto de su vida: Nunca…jamás… dejaría que algo así le volviera a pasar. Y a pesar de lo traumático de la experiencia vivida, al regresar al salón de clases no sintió ningún deseo de tomar represalias contra su compañerito o algo por el estilo. Simplemente asimiló lo ocurrido como una experiencia más en su vida, continuó sus estudios y se olvidó de Calderón.
Un año más tarde, ya como empleado de la Sección de Armada de EL ESPECTADOR, se matriculó en un gimnasio ubicado frente a la Plaza de Mercado del barrio “La Concordia”, a cinco cuadras de la sede del periódico, comenzó a tomar clases de boxeo y a hacer levantamiento de pesas. Un año después levantaba 50 kilos de un solo impulso y sin dificultad. A largo plazo este deporte lo perjudicó porque frenó el crecimiento de su estatura en plena adolescencia, la cual habría sido superior si en lugar de levantar pesas se hubiera dedicado al baloncesto, la natación, el tenis o cualquier otra actividad que promueve el desarrollo físico. El problema era que, si no tenía cómo pagar para estudiar la secundaria, mucho menos tenía dinero para financiar actividades deportivas. El salario que recibía apenas alcanzaba para ayudarle a la mamá a comprar los alimentos para ambos.
Un tren casi le destroza las piernas por andar colgándose de los vagones
La gráfica de la llegada a Girardot en los años 40 del Siglo XX, reseñada por la Biblioteca Nacional de Colombia y facilitada al público por el “Fondo Nereo López”, permite apreciar la forma como el pequeño Germán Navarrete se colgaba de los vagones de los trenes de pasajeros, o de carga, durante sus juegos infantiles con los primos Merchán-Santana y con los estudiantes del “Instituto José Joaquín Vargas”, al paso de los convoyes férreos por el barrio “Cundinamarca”, en Bogotá (Colombia).
Los juegos consistían en subir y bajar continuamente, cambiar de tren y de vagón, tratar de pasar de un lado a otro de los vagones primero que otros niños y repetir las acciones una y otra vez durante el día. En uno de esos juegos fue cuando el pequeño Germán cayó y su cuerpo quedó debajo de uno de los vagones, con las piernas sobre los rieles, justo cuando un tren parecido al de la siguiente foto iba en marcha.
(Fuente: Foto de Javier López Ortega en Flickr.com)
En 1954, cuando tenía once años de edad y salía del colegio, el niño Germán Navarrete tenía la costumbre de treparse todos los días a los vagones de trenes aprovechando que en esa época el flujo de pasajeros y mercancías movilizadas por esta clase de transporte era considerable entre la Sabana de Bogotá, las ciudades de Girardot, Ibagué, los Departamentos de Cundinamarca, Tolima y el Norte de Colombia. El día en el cual ocurrió el accidente que por poco le cuesta la vida corrió tras un tren de carga, se agarró de la escalera lateral de uno de los vagones y al tratar de cruzar de un lado a otro se zafó de la escalera y cayó a tierra con tan mala suerte que su cuerpo dio una vuelta hacia el lado izquierdo y las piernas fueron a parar sobre los rieles, quedando expuestas al paso del vagón desde el cual había caído. En una maniobra de segundos, al observar que las ruedas del tren avanzaban hacia sus piernas, Germán hizo un movimiento brusco sobre la pesada maleta que llevaba colgada en la espalda con cuadernos y libros, logró que su cuerpo girara hacia el lado derecho, fuera de los rieles y eso sucedió justo cuando el vagón cruzó por el lugar.
A pesar de ser un niño de solo once años de edad, que no estaba acostumbrado a reflexionar sobre temas trascendentales de la vida, el pequeño Germán comprendió ese día de 1954 que había estado a punto de quedar con las piernas aplastadas por un vagón de tren, o de haberse desangrado hasta el punto de morir sin que nadie se diera cuenta porque sus compañeros no lo habían visto caer, ni echado de menos y después de darle gracias a Dios por haberse salvado, asimiló lo ocurrido como una experiencia que le enseñó a ser más prudente y menos dispuesto a correr peligros como el que acababa de superar.
Pero como la mente de algunos seres humanos es frágil y a veces olvidadiza, al comenzar a trabajar como mensajero de la Redacción de EL ESPECTADOR en 1957, tres años después, volvió a cometer errores graves que pusieron en peligro su existencia. De esos “deportes extremos” se enterarán en el siguiente relato.
muy interesante
david: gracias por tu comentario. Nunca hagas esto.