Travesuras mortales de Germán Navarrete en EL ESPECTADOR
Desde la edad de 12 años, cuando hacía prácticas en máquina de escribir en los linotipos de la Armada de EL ESPECTADOR, el niño Germán Navarrete hizo amistad con Edilberto Jiménez, hijo del portero del periódico de la entrada principal del “Edificio Monserrate” y con Marcos González, hijo de un vendedor de dulces de la Avenida Jiménez con carrera quinta. Los tres menores de edad convirtieron en un área de juegos infantiles la obra negra de la que sería la nueva sede para oficinas, talleres y Rotativa del periódico, que aparece en la siguiente fotografía.
El rostro infantil del niño permite entender por qué durante varios meses Navarrete, Jiménez y González realizaron maniobras peligrosamente mortales en la zona en construcción, sin darse cuenta de que exponían sus vidas a graves peligros y sin que nadie les advirtiera a los tres pequeños los riesgos mortales que corrían, porque siempre permanecían solos en el edificio en obra cuando ya se habían ausentado los trabajadores. Esa es la introducción a esta parte de la biografía de la niñez de Germán. (Foto del Centro de Documentación Navarrete, cortesía de EL ESPECTADOR).
Edificio en construcción para la sede de EL ESPECTADOR en el “Edificio Monserrate” el 14 de Junio de 1957, en la Avenida Jiménez con carrera cuarta, en Bogotá (Colombia). El tercero y cuarto pisos, que aún se encontraban en obra negra, eran los utilizados por los niños Edilberto Jiménez, Marcos González y Germán Navarrete para correr por entre los escombros que dejaban los obreros, saltar sobre ladrillos, asomarse a la calle colgados de las varillas del cuarto piso que aquí se aprecian perfectamente y, además, caminar “pegados” a las paredes del hueco donde sería colocado un ascensor, como se ilustra más adelante. (Foto cortesía de EL ESPECTADOR).
Mis travesuras mortales en EL ESPECTADOR
Al ser asignado a la Redacción de EL ESPECTADOR, además del asombro que me causó ver a Don José Salgar escribir en máquina sin mirar el teclado y velozmente –lo cual me impulsó a tomar clases de mecanografía en la “Unión Femenina de Colombia” pagadas por mi mamá, como lo dejé relatado en otro capítulo–, descubrí un nuevo elemento de diversión: una escalera sumamente inclinada, que comenzaba en el tercer piso y terminaba en el sótano.
Como en un rodadero, “volaba” al bajar por la baranda
de una escalera continua de 3 pisos, con una pierna al aire
Foto de “Escaleras con baranda para espacios pequeños Magia 30”, de “Maydisa materiales y diseños S.A.”, de una inclinación y espacio reducido similar a la construida en la antigua sede de EL ESPECTADOR en el “Edificio Monserrate”, para comunicar directamente la Redacción, en el tercer piso, con la Sección de Armada en el sótano, ubicado 3 pisos más abajo. (Imagen descargada de Youtube a través de Google).
Mientras el Jefe de Redacción descendía caminando por la escalera para llegar a su oficina en la Armada, yo “volaba” para bajar aceleradamente con los papeles que me entregaban para llevarle a Armando Pinzón o a Agustín Rodríguez: para hacerlo me sentaba sobre la baranda, con una pierna al aire y la otra en la parte interna de la escalera y me dejaba rodar velozmente, frenando con las manos al llegar al sótano. Sobra decir que mi mamá me preguntaba de vez en cuando por qué mis pantalones aparecían deshilachados o rotos debajo de las piernas, pero yo no me atrevía a decirle que era consecuencia de una pilatuna mía, para no preocuparla.
Pero si lo anterior parecía peligroso, los juegos que realizaba con Edilberto Jiménez, el hijo del portero de la entrada principal que llevaba a la Gerencia General, la Sección de Avisos Clasificados y la Redacción, y con Marcos González, un niño hijo de un vendedor de dulces que durante varios años trabajó en la esquina de la Avenida Jiménez con carrera quinta, eran de un riesgo mucho mayor, que nosotros jamás vislumbramos porque éramos tres niños que ni siquiera habíamos llegado a los quince años de edad.
En 1957 Don Manuel Jiménez, portero de la entrada principal de EL ESPECTADOR en el “Edificio Monserrate”, era una verdadera institución en el periódico. Lo llamaban “El Capitán” porque había prestado servicio activo en la Policía Nacional hasta 1945. Don Gabriel Cano Villegas le tenía gran afecto por su eficiencia y seriedad en el control del acceso de personas a la Dirección, a la Gerencia General, la Gerencia de Circulación y la Gerencia de Publicidad, además de la amabilidad con la que trataba a las personas que iban a colocar Avisos Clasificados.
Por el aprecio que le tenía, Don Gabriel Cano Villegas le confió al Capitán Jiménez la administración de las obras de construcción del nuevo edificio para oficinas, talleres y rotativas de EL ESPECTADOR y dispuso que los obreros le construyeran una habitación para que él viviera allí con su hijo Edilberto.
Siempre que Edilberto, Marcos y yo teníamos tiempos libres y los trabajadores de la obra ya se habían retirado, nos reuníamos en la habitación del cuarto piso a conversar sobre cualquier cosa y después nos dedicábamos a jugar de todo. Lo primero era jugar a escondidas aprovechando cualquier hueco que encontráramos, o detrás de los ladrillos, a correr y saltar por todas partes y a caminar “pegados” a las paredes en el sitio donde colocarían el ascensor. Edilberto se lanzaba de primero porque se había acostumbrado más al sitio, Marcos caminaba de segundo y yo avanzaba de último.
Aun cuando éramos conscientes de la altura, no recuerdo que corriéramos peligro en algún momento, pero obviamente que si uno de los tres hubiera perdido el equilibrio nos habríamos metido en un lío enorme, no solo con nuestros padres… ¡sino con el levantamuertos… es decir Medicina Legal, la Policía y el DAS!. Y eso sin contar el problema que le hubiéramos ocasionado a Don Gabriel Cano, a sus hijos… al Capitán Jiménez, a mi madre y a todos los involucrados en una tragedia de semejante tamaño.
Don Manuel, por su parte, falleció varios años después como consecuencia de un paro cardíaco durante una novillada que se realizaba en la “Plaza de toros de Santamaría”, que se denomina “Plaza Cultural Santamaría” desde cuando fueron suspendidas las corridas de toros en Bogotá. Como padre de Edilberto siempre fue muy amable con Marcos y conmigo, cuando al terminar su jornada laboral nos buscaba dentro del edificio en construcción. Por fortuna nunca se dio cuenta de las travesuras mortales que practicábamos los tres niños. Dada su seriedad y su rigidez de ex policía, no sé cómo hubiera reaccionado si hubiera visto los arriesgados juegos que practicábamos. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
En su niñez, Edilberto Jiménez (cuarto de izquierda a derecha en la fila de atrás), era uno de los dos compañeros de juegos peligrosos del pequeño Germán Navarrete en el edificio en construcción para la nueva sede del periódico en 1957. En la gráfica, ya de 30 años de edad, Edilberto aparece con su equipo de fútbol en las instalaciones de “Las Granjas”. (Foto cortesía de EL ESPECTADOR).
En la fila de pie aparecen, de izquierda a derecha, Guillermo Rodríguez apodado “El Mechas”, Germán Chávez, Martín Rodríguez, Edilberto Jiménez apodado “Mazo”, Aldemar López, Luis Valero, Luis Triviño apodado “El Diablo” y Fernando Uribe.
En la fila de adelante (arrodillados), el primero de izquierda a derecha es el Reportero Gráfico John Jairo Alzate, quien pasó de EL ESPECTADOR a la Presidencia de la República durante el gobierno de Alfonso López Michelsen. El cuarto es Roberto Garzón, el quinto Alfredo Bustamante, el séptimo Jorge Tiusaba y el octavo Humberto Barbosa.
Ahora continúa el relato de la forma como los niños Edilberto Jiménez, Marcos González y Germán Navarrete exponían sus vidas, al jugar en el vacío del lugar donde se iba a colocar un ascensor en el nuevo edificio de EL ESPECTADOR:
Caminaba sobre salientes de concreto con los brazos unidos
a las paredes, a 3 pisos de altura, en un vacío como este
Por las paredes laterales de un lugar vacío como el que se ilustra aquí, pero tres veces más grande, construido hasta 3 pisos de altura, los niños Marcos González, Edilberto Jiménez y Germán Navarrete practicaban en 1957 el “deporte extremo” de caminar sobre pequeñas salientes de la placa de concreto que separaba un piso del siguiente, “pegándose” con los brazos abiertos a bloques de ladrillo como los que muestra la gráfica, en las obras del nuevo edificio para el periódico EL ESPECTADOR. La anchura de las salientes de concreto por donde caminaban los tres niños era similar al del tamaño que muestra el zapato azul del reportero que captó la foto. (Fuente: Imagen descargada de Reddit U / Subway_Rat a través de Google).
Además de incurrir en el riesgo mortal anterior y aprovechando que los pisos cuarto y quinto del edificio se encontraban en obra negra, Edilberto, Marcos y Germán se lanzaban a correr por todas partes sobre los materiales que dejaban los obreros al concluir las jornadas de trabajo, jugaban a las escondidas entre los ladrillos y las canecas recortadas por la mitad para mezclar cemento y agua, se mecían peligrosamente en las gruesas varillas que daban a la Avenida Jiménez, como se ve en la fotografía donde aparece estacionado el jeep de “El Independiente” y desafiaban todas las medidas de seguridad posibles sin darse cuenta de los peligros que corrían. Los papás de Edilberto y Marcos, al igual que la madre de Germán, jamás se enteraron de la irresponsabilidad de los niños, no porque ellos lo ocultaran, sino porque ninguno de los tres se accidentó nunca.
El edificio para oficinas, talleres y la Sección de Rotativa de EL ESPECTADOR, construido a finales de la década de los años 50 en el “Edificio Monserrate”, en el centro de Bogotá, fue dotado de un ascensor con una dimensión tres veces más grande que el hueco de la gráfica donde los niños Marcos González, Edilberto Jiménez y Germán Navarrete se divertían realizando juegos mortalmente peligrosos. El ascensor fue utilizado para subir los materiales de la obra negra y después para movilizar rollos de papel, desde la superficie de la Avenida Jiménez hasta el interior de los talleres. El tamaño de los rollos gigantes de papel que se aprecian en la gráfica, adquiridos en Canadá, transportados por mar hasta el Puerto de Barranquilla y trasladados en camiones hasta Bogotá, permite deducir la dimensión del hueco donde los tres niños jugaban poniendo sus vidas en peligro. La gráfica fue captada en las bodegas del diario en la sede de “Las Granjas” y se incluye solamente para ilustrar el tamaño de los rollos de papel. (Foto cortesía de EL ESPECTADOR).
Para colmo mis peligrosas travesuras de niño no paraban ahí porque coincidencialmente, al ingresar a trabajar en la Redacción del periódico, los hermanos Luis, Alberto y Víctor Duque Peña, propietarios de la “Trilladora Bogotá”, llamaron de nuevo a mi madre para que les cuidara un apartamento que acababan de arrendar en el edificio de cinco pisos ubicado frente a las instalaciones de EL ESPECTADOR, en la vía que corría paralelamente a la Avenida Jiménez y que aparece al lado derecho junto a un lote utilizado para estacionamiento de vehículos, en la siguiente gráfica.
En 1957 María del Carmen Navarrete Gómez fue contratada por los propietarios de la “Trilladora (de café) Bogotá, para cuidar y hacerle mantenimiento a un apartamento ubicado en el cuarto piso del segundo de los edificios que se ven al lado derecho de esta fotografía y cuya entrada estaba ubicada junto al letrero “Jornada”, que se alcanza a distinguir al aumentar el tamaño de la gráfica.
En este edificio al niño Navarrete y sus dos amiguitos les pareció más emocionante superar el nivel de riesgo que corrían en el tercer piso del hueco reservado para el ascensor de EL ESPECTADOR y comenzaron a practicar el “deporte extremo” de caminar a 5 pisos de altura por encima de un tablón de madera de varios centímetros de espesor con los brazos abiertos, en el vacío y sin ninguna medida de protección, hasta llegar a un tanque de gran tamaño que se mantenía lleno con el agua de reserva de emergencia para los apartamentos del edificio.
Como siempre, María del Carmen Navarrete Gómez nunca supo nada sobre esta clase de riesgos mortalmente peligrosos que corrió su hijo en la niñez porque afortunadamente nunca le sucedió nada malo, pero con esta clase de descripciones Germán confía en que las madres y padres que lean esta biografía estén siempre pendientes de saber qué actividades desarrollan sus hijos, así sean adolescentes, para evitar tragedias que les pueden costar la vida a niñas o niños, como ya ha ocurrido en incontables ocasiones en Colombia.
La angustia de manejar un Mercedes Benz sin saber conducir
En la misma vía paralela a la Avenida Jiménez que se aprecia en la fotografía del “Edificio Monserrate” y en el sitio exacto en el que aparece un automóvil estacionado junto al letrero que dice “Correo Lansa”, me sucedió a los catorce años una aventura que jamás olvidé, por lo insólito del mismo.
Una patrulla de la policía se parqueó en la mitad de la vía, al frente de un local donde se jugaba billar y se bebían licores. Uno de los agentes que viajaban en la patrulla se bajó, se acercó al carro, me miró y me dijo bruscamente: “Está mal parqueado… retírese”. No supe qué decir porque en realidad quienes se acababan de estacionar mal eran ellos porque bloqueaban la movilidad de otros automovilistas que descendieran de la carrera cuarta hacia la quinta.
Mercedes Benz 1955 – 180 D – Costo US$15.000
(Descargado de Pinterest Arcar.org a través de Google)
El Mercedes Benz que habían dejado bajo mi cuidado había sido estacionado correctamente por Don Luis Duque Peña al lado de la acera derecha de la vía y yo no entendía el porqué de la orden policiva. Pero el rostro de mal genio del agente me hizo comprender que no había alternativa: debía retirar el carro del lugar para darle paso a los policías.
Yo no había manejado nunca un automóvil ni tenía la menor idea de qué hacer para que se moviera. Pero como Don Luis Duque me había dejado las llaves, lo único que se me ocurrió fue encender el motor y tratar de que el Mercedes avanzara. De repente se me vino a la mente una escena como la que veía en las películas mejicanas. Hundí la llave y con el pie derecho accioné el acelerador. Al primer intento no pasó nada. Al segundo tampoco. Al tercero ya me comencé a angustiar y el corazón me palpitaba aceleradamente, porque el policía me clavaba la mirada con el ceño fruncido en actitud de rabia.
No recuerdo cómo hice para que el motor respondiera. Metí el pie en el acelerador suavemente y estuve listo a parar el auto colocando el pie en el freno, según medio entendía en esa época de cómo se manejaba un vehículo. De repente el carro comenzó a moverse a trancazos. Avanzaba y se frenaba. Avanzaba y se frenaba. Avanzaba y se frenaba. Y así, en medio de un gran susto, fui bajando por la calle hasta llegar al cruce de la vía, donde está el letrero de “Correo Lansa” que muestra la fotografía. Y ahí sí todo fue peor para mí.
Al hacer girar el timón con ambas manos hacia la derecha para darle la vuelta al carro y comenzar a subir por la Avenida Jiménez hacia la carrera cuarta comencé a temblar…, el pulso se me aceleró…, sentí que sudaba y que el corazón se me iba a explotar en el pecho del susto que tenía en ese momento.
Súbitamente mi cerebro comenzó a funcionar a mil por hora temeroso de pensar en que de pronto me chocara contra un bus, un carro o que atropellara a alguna persona. Me imaginaba que si yo me estrellaba contra otro automotor… o que, si alguien me chocaba, el problema iba a ser gravísimo para mi mamá y para mí, porque Don Luis Duque no nos iba a perdonar el causarle daño alguno a su costoso Mercedes Benz y que nosotros no teníamos ni diez centavos con los cuales pagar el arreglo de un automóvil como ese.
De un momento a otro parece que maniobré correctamente porque el automóvil se desplazó normalmente hacia el Oriente. Llegué a la carrera cuarta (que en esa época afortunadamente permitía el desplazamiento de Norte a Sur), crucé la esquina frente a la Droguería “Escobar Rosas”, de propiedad de Don Jorge Escobar y regresé al lugar donde el auto había sido parqueado inicialmente, aun cuando a varios metros de distancia de la patrulla de la Policía y a casi un metro de distancia de la acera derecha.
Cuando descendí del vehículo sentía como si me fuera a desmayar porque las piernas me temblaban, tenía el pulso acelerado y la mirada perdida porque al entrar a la droguería Don Jorge Escobar, que me conocía porque era amigo de mi mamá, me preguntó: “Germán ¿Qué le pasa? Está pálido… ¿Está enfermo?”. Con la voz temblorosa le expliqué lo que me había ocurrido. Me suministró un calmante, me hizo descansar en una banca ubicada al lado de la ventana que daba a la carrera cuarta y me dijo que me quedara ahí quieto. Pero de repente me aceleré porque me acordé del Mercedes sin nadie adentro y salí corriendo. Como no recuerdo qué ocurrió después, hoy creo que fuera del susto no pasó nada más.
El regaño a mi madre por un portero del “Gimnasio Moderno”
Lentamente, sin darme cuenta, me iba adentrando en el maravilloso mundo del periodismo. Pero me faltaba algo importantísimo: bachillerato y educación universitaria.
Un día ocurrió algo que nunca se me olvidó:
Mi madre me llevaba de la mano cuando, por algún motivo, pasamos frente a la puerta del “Gimnasio Moderno”, ubicado en la carrera 9ª. Número 74-99, en el Norte de Bogotá e ilustrado para páginas web por Daniel Maldonado en el sitio https://gimnasiomoderno.edu.co del cual he descargado esta bella imagen del plantel.
Ya había terminado mi formación primaria y mi madre estaba preocupada buscando un lugar donde pudiera seguir mi secundaria.
Nos acercamos a un portero del imponente “Gimnasio Moderno” y ella, ingenua y sencilla como era, le preguntó si yo podría entrar a estudiar en ese colegio. Mientras ella hablaba me concentré en el rostro del hombre. Por eso sus palabras jamás se me olvidaron:
“Hmmm… esto no es para usted señora… váyase de aquí”, fueron las expresiones del vigilante para con mi madre, a tiempo que fruncía el ceño y le hacía mala cara a ella.
En ese momento no entendí absolutamente nada.
Pero varios años más tarde comprendí porqué: el “Colegio Moderno” era exclusivo –y sigue siendo—reservado para los hijos de los Presidentes de la República, los Ministros, los congresistas y la gente de la alta sociedad de Colombia.
El hombre tenía toda la razón. Ese no era mi lugar.
El episodio se me viene a la mente porque cuando escribí estas líneas, en Septiembre de 2013, el “Gimnasio Moderno” estaba celebrando 100 años de funcionamiento. Durante mis trámites o gestiones en la Registraduría del Estado Nacional del Civil en el Norte de Bogotá siempre regreso a admirar las instalaciones del Gimnasio, aun cuando sea por fuera de las instalaciones, protegidas con una extensa fila de árboles para que los estudiantes no sean afectados con la contaminación que emana de los automotores que avanzan por la carrera quince de Norte a Sur, desde la calle 100 hasta la calle 63, donde cruzan al Occidente para continuar hacia el centro por la carrera 13.
Al caminar por la carrera 15 entre calles 75 y 74 aspiro el olor de las flores del jardín, me detengo y avanzo en busca de la entrada principal de la carrera novena, donde mi madre fue ofendida por el portero acostumbrado a discriminar a las personas que él consideraba inferiores socialmente. El colegio es el mismo de esa época. Urbanísticamente no ha cambiado mucho. Pero las fotografías que habían sido colocadas a todo lo largo de las instalaciones con motivo de la celebración del aniversario, por la carrera novena entre calles 73 y 74, evocaban recuerdos muy gratos para todos: los niños de la época…, los rectores… los profesores…, los futuros Presidentes…
Y me imagino que si para mi resulta placentero revivir los gratos momentos vividos por los estudiantes del “Gimnasio Moderno” durante 100 años, aun cuando se me negó el acceso a su amado claustro, los egresados del plantel deben sentir nostalgia al recordar los años más bellos de su niñez y las sabias orientaciones de Don Agustín Nieto Caballero, forjador de varios de los más importantes políticos colombianos y a quien saludé un día en la Redacción de EL TIEMPO, cuando él visito a Don Enrique y a Don Hernando Santos Castillo.
Después del incidente sucedido a mi madre con el portero del “Gimnasio Moderno” seguimos haciendo esfuerzos durante 3 o 4 años más, para poder entrar a estudiar bachillerato en algún colegio, pero nunca se pudo. Por una parte, no había plata para pagar ni siquiera la matrícula… y por otra, no tenía cómo pagar los libros, el transporte, el uniforme y todas esas otras cosas que eran necesarias para cursar cinco años de secundaria.
De vez en cuando, con entusiasmo y dedicación lograba entrar a algún colegio, pero no duraba sino un mes, como máximo. Nuevamente el factor dinero me impedía seguir estudiando. Después vinieron los horarios estrictos de trabajo: Debía entrar a laborar a las 7 de la mañana y obviamente no podía estudiar de día. Más adelante, cuando trataba de estudiar de noche, me correspondían horarios de trabajo de 5 de la tarde a 4 de la madrugada.
Al final me encontré en un callejón sin salida: O estudiaba para progresar… o trabajaba para sobrevivir.
Y escogí el trabajo… a los 12 años de edad.
No era el único. A mediados del Siglo XX se consideraba normal que un niño de esa edad entrara a trabajar, aun cuando no hubiera terminado sus estudios, ni cursado Universidad, como lo expliqué anteriormente.
Los ejemplos están a la vista:
Israel Navarrete, el maquinista estrella de la rotativa de EL TIEMPO durante 51 años, había sido aceptado para ingresar a los talleres en 1917 por el Dr. Eduardo Santos Montejo a la edad de 13 años. Más tarde el Presidente Santos lo consideraría su amigo personal, como lo relato en la biografía de Israel, que también aparece en esta Página Web. (Foto del Centro de Documentación Navarrete)
Don José Salgar Escobar, Jefe de Redacción de EL ESPECTADOR durante muchos años, había comenzado a trabajar como mensajero de ese periódico a los 13 años de edad. Él fue mi jefe inmediato en EL ESPECTADOR desde 1957 hasta 1973, cuando ingresé a la Redacción de EL TIEMPO llamado por Don Enrique y Don Hernando Santos Castillo. (Foto de la Fundación Gabriel García Márquez (Gabo).
Tarjeta de Identidad Postal de Germán Navarrete expedida en 1958, cuando llevaba un año trabajando como empleado de la Armada de EL ESPECTADOR en el centro de Bogotá.
Por estos y otros casos de ilustres periodistas empíricos en diversas ciudades de Colombia, a nadie le sorprendió que Germán Navarrete fuera asignado a los talleres de EL ESPECTADOR en 1955 a los 12 años, bajo la supervisión de los Jefes de la Armada, Armando Pinzón y Agustín Rodríguez, como tampoco el hecho de que en 1957 fuera ascendido a la Redacción del diario en calidad de mensajero al servicio de Don José Salgar y los periodistas de esa época: Iáder Giraldo, Athala Morris Ordóñez, Rafael Laverde y Leopoldo Pinzón, con quienes aparezco en una fotografía en otro capítulo de mi biografía.
Gracias Juan Carlos: Miles de niños en el mundo incurrimos en acciones como éstas y otras más peligrosas. Las he narrado porque fueron parte de mi infancia y confío que sirvan de ejemplo a muchos padres y madres para que piensen que jamás deben dejar a sus hijos pequeños solos, especialmente cuando se trata de niños de 10, 11, 12, o más años. La gente cree que los adolescentes ya son personas pensantes, pero como lo demostraré en el artículo “15 años viviendo como gitanos en Bogotá, descubrirán qué les puede pasar cuando se encuentran con otros niños de su edad… sin la presencia de los padres.
Huy primo muy arriesgado en su vida pero que bonito es saber que has logrado todos tus objetivos hasta el momento
Pero que travieso eras .
Y que bonitos recuerdos