Israel Navarrete, la estrella de EL TIEMPO
José Israel Navarrete Gómez entró a trabajar en el periódico EL TIEMPO en 1918, a los 14 años de edad. Fue amigo personal del Presidente de la República, doctor Eduardo Santos y se convirtió en el trabajador estrella de la empresa durante 51 años. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
En el primer capítulo del libro “Familias Colombianas del Siglo XX” se expusieron las dramáticas condiciones de pobreza en las cuales vivieron, de 1903 a 1920, Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez, su esposa Magdalena Gómez Garzón y sus 6 hijos sobrevivientes en el “Paseo Bolívar”, ubicado en los Cerros Orientales de Bogotá.
La falta de agua limpia, de comida, de ropa y el vivir en un terreno húmedo y sin luz, se fueron convirtiendo gradualmente en un ambiente insostenible para el hijo mayor de la familia, José Israel, quien desde una edad muy temprana, los 10 años, comenzó a demostrar sus deseos de abandonar el hogar para buscar la manera de forjarse una vida propia.
A los 11 años, decidido a hacer algo para mejorar su situación, José Israel comenzó a escaparse del hogar de vez en cuando en busca de cualquier oportunidad que se le presentara para mejorar su calidad de vida. A pesar de su corta edad no corrió peligros debido a que en 1915 los niños podían aventurarse a caminar solos por la ciudad, o viajar solos a otros lugares del país sin temor a ser víctimas de delincuentes.
En una ocasión en la cual la Virgen de Chiquinquirá fue regresada a su templo en Boyacá, después de una romería que el párroco de esa ciudad había hecho hasta Bogotá, el joven desapareció de la casa una vez más. Regresó varios días después enfermo y “medio muerto de hambre” porque nadie lo había ayudado en su recorrido.
“Mi papá lo estaba esperando bastante bravo y cuando lo vio le iba a pegar una muenda… Mi hermana Ester y yo lo defendimos y no pasó nada. Entonces él nos contó las aventuras que había tenido que pasar tanto en el viaje como en el regreso”, comentaba María del Carmen Navarrete sobre esa odisea de su hermano. En esa época la palabra muenda significaba un castigo fuerte, golpes con palos o cinturones… ¡ por decir lo menos ¡. En algunas partes del país los padres excedían estos castigos, para que la persona jamás volviera a repetir su conducta. En el caso de Israel esto no se presentaba, porque Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez era un hombre muy juguetón con sus hijos. Su rabia con el niño solo duraba un rato.
Dormían estrechos, al lado de ovejas y gallinas
Debido a que el solar del rancho en el que vivían no tenía cerramiento de ninguna clase –como se aprecia en la fotografía con la cual se inicia el capítulo dedicado a la heroína anónima–, las ovejas que habían aceptado cuidar Juan Nepomuceno y Magdalena hacían parte de la vida de la familia. De día permanecían al aire libre y eran vigiladas por el jefe del hogar o sus hijos mayores. De noche eran encerradas en un pequeño cuarto ubicado en la parte de atrás de la casucha, al lado del sitio donde todos dormían con gran estrechez.
Aunque los olores eran insoportables, nadie se molestaba porque ya se habían acostumbrado a ellos. Los ingresos económicos eran tan precarios, que era preferible tener los animales junto a las personas en las noches, que dejarlas fuera a merced de los ladrones. Las gallinas eran otro cuento.
Ante la falta de un lugar donde dejarlas en las noches, Juan Nepomuceno, había construido una especie de galpón cubierto con latas y asegurado con un candado, en la parte posterior del rancho, al lado de una ventana del cuarto donde todos dormían. En las mañanas la familia era despertada por el canto de un gallo.
Pero una noche las gallinas comenzaron a cacarear sin motivo alguno cuando todos se hallaban durmiendo. José Israel, aun medio dormido, encendió una vela y al levantarse de la cama salió con ella en la mano al exterior de la vivienda, cubriendo la llama con una mano, mientras hacía esfuerzos para averiguar qué pasaba. Súbitamente un viento fuerte le apagó la vela y el muchacho quedó a oscuras. Trató de encender de nuevo la vela pero el viento se lo impidió. Del susto que tenía cada vez que hacía esfuerzos por prender nuevamente la llama, ésta se le apagaba por el temblor de las manos. De pronto lo único que alcanzó a ver a la luz de la luna fue a varias personas que corrían con las gallinas, que seguían cacareando a lo lejos.
Mientras tanto José Nepomuceno, Magdalena y el resto de los niños estaban ya levantados y permanecían en el umbral de la puerta, tratando de ver en la oscuridad qué estaba sucediendo. José Israel regresó con la vela y al encenderla miraron al interior del galpón: ¡no había nada¡… habitantes de la calle 32 con la carrera primera, aprovechando la oscuridad, se las habían ingeniado para abrir el candado del improvisado galpón sin despertar a los ocupantes del rancho y se habían robado las siete gallinas y el gallo, que eran el único sustento de la familia…, pero no había a quién culpar.
“Todo se perdió, pero gracias a Dios los rateros no nos mataron, mijo”, fue lo único que acertó a decir en ese momento Juan Nepomuceno, a tiempo que el resto de hermanos rodeaban a José Israel para ayudarlo a pasar el susto.
Estas y otras dificultades que afectaban la vida diaria de la familia, aumentaron los deseos del joven para conseguir un trabajo y salir de la pobreza.
A los 13 años “se volaba” a buscar un empleo
Los padres de José Israel, al observar que “se volaba” continuamente sin decir nada…, ni para dónde iba…, optaron por dejar que hiciera su voluntad. Gracias a ello el muchacho comenzó a averiguar en diferentes sitios de Bogotá dónde podrían necesitar a un joven de su edad para hacer cualquier cosa. Y un buen día su búsqueda dio resultado. El primero de octubre de 1918 –tres meses después de haber cumplido 14 años de edad–, el inquieto y vivaracho José Israel consiguió un empleo, a pesar de no contar con experiencia alguna en nada.
En el centro de Bogotá el doctor Eduardo Santos, quien varios años antes había fundado el periódico EL TIEMPO, vio a un muchacho que llegó buscando trabajo y después de averiguarle quién era, quiénes eran sus padres, dónde vivía, por qué estaba buscando empleo y qué sabía hacer, decidió confiar en su instinto de patrono y le preguntó si estaría dispuesto a aceptar un puesto en el cual le tocaría hacer cualquier cosa que se necesitara.
José Israel, sin pensarlo dos veces, le respondió que sí.
Almacén de la “Calle Real” o Carrera 7ª, del centro de Bogotá, donde Israel Navarrete hacía confeccionar sus trajes en los años 20 del Siglo pasado. Once años más tarde el joven Luis Alberto Fonseca Camargo, quien se convertiría en esposo de Blanca María, la hermana menor de José Israel, también se vestía con los trajes confeccionados en este lugar, para trabajar en el “Jockey Club”. (Centro de Documentación Navarrete, Foto de autor desconocido).
En 1927, a sus 23 años, cuando ya era un empleado que comenzaba a destacarse por su ingenio y dedicación absoluta al trabajo en EL TIEMPO, José Israel Navarrete Gómez –de sombrero–, acompaña a su familia en una salida al “Paseo Bolívar”, que se describe en el capítulo dedicado a Magdalena Gómez Garzón. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
De izquierda a derecha el Doctor Eduardo Santos, propietario del periódico EL TIEMPO, el Presidente de Colombia, Doctor Enrique Olaya Herrera y Doña Lorencita Villegas de Santos, en una fotografía regalada por José Israel Navarrete a su hermana María del Carmen. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Postal enviada por el Doctor Eduardo Santos a José Israel Navarrete Gómez desde Fez, en Marruecos (África), el 8 de Marzo de 1928, dos años y medio después de la muerte de su hija, Clarita Santos, y del padre de José Israel, Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
“Fez – Marzo 8 – 1928. Estaba seguro, mi querido Israel, de que no nos olvidamos usted en la amarguísima fecha, pero no por eso le agradecí menos su cable del 17. Desde estas lejanas y maravillosas tierras de África le envío mis agradecimientos. Un cordial saludo de Lorencita y de su afectísimo, Eduardo Santos”. Texto de la postal enviada por el Doctor Eduardo Santos a José Israel Navarrete Gómez para referirse a la tragedia que ambos habían compartido dos años y medio antes, cuando fallecieron el mismo día la niña Clarita, su hija y Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez, padre de José Israel.
El Presidente de la República Eduardo Santos Montejo, quien contrató a José Israel Navarrete Gómez a la temprana edad de 14 años, le brindó su afecto personal y lo consideró “el Maquinista Estrella” del periódico EL TIEMPO de Bogotá (Colombia). (Foto cortesía de EL TIEMPO)
El 1º. de Julio de 1929, José Israel Navarrete Gómez cumplió 25 años de edad. El niño que en 1918 había ingresado a EL TIEMPO sin experiencia laboral se había convertido en un adulto con inmensos deseos de aprender todo lo que se relacionara con el manejo de la primera “Rotativa Duplex” adquirida por el Doctor Eduardo Santos en 1920. Su anhelo de superarse y su instinto para resolver problemas mecánicos lo llevaron a ser un experto en ese campo. Le entregó lo mejor de su juventud al periódico, en ocasiones trabajando hasta tres días seguidos sin dormir, como lo revelaría cuando fue entrevistado. (Centro de Documentación Navarrete. Foto del Estudio Venus tomada por Pedro A. Reyes).
José Israel Navarrete Gómez, segundo de izquierda a derecha, celebró sus 25 años de edad en compañía de su hermano Juan de Jesús, quien aparece en el extremo derecho, y de un compañero de EL TIEMPO, quien viste una prenda típica de la Sabana de Bogotá en los comienzos del Siglo XX: la ruana. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Juan de Jesús Navarrete Gómez, en una fotografía captada por su hermano José Israel, durante uno de los recorridos por el Parque de La Independencia, de la Bogotá de comienzos del Siglo XX.
Al cumplir 30 años de edad, José Israel Navarrete Gómez no solo era un apuesto joven sino un hombre de negocios que comenzaba a ser apetecido por las mujeres. En esa época comenzó a cosechar éxitos con la compra de lotes y taxis en Bogotá, negocios que realizaba con los ahorros de su salario. Su madre y hermanas, sin embargo, nunca tuvieron conocimiento directo de sus inversiones y los bienes y dineros que alcanzó a tener por los negocios se fueron desapareciendo con el paso de los años. La foto le fue captada el primero de julio de 1934. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete en compañía de uno de sus amigos en 1934, durante una visita a una finca ubicada en el Norte de Bogotá. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete Gómez el día de su matrimonio con Carlina Sandoval, una dama a quien había conocido en el Municipio de La Calera (Departamento de Cundinamarca) (Colombia). La ceremonia tuvo lugar el 13 de Septiembre de 1930 en la Iglesia de San Diego, en Bogotá. Desafortunadamente para la historia de la familia la foto había sido recortada por Ester, hermana de Israel, en señal de protesta por la forma como Carlina trataba injustamente a Magdalena Gómez Garzón, madre de Israel. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete Gómez en el momento de revisar el acta de un negocio relacionado con la compra de un terreno en Bogotá, para crear allí un taller de reparación de vehículos. Algunos compañeros del joven en la época en la cual trabajaba en el diario EL TIEMPO, le manifestaron a sus hermanas que Israel alcanzó a ser propietario de 10 taxis en la capital del país, pero que en el transcurso de varios años los fue vendiendo para cubrir las deudas que le dejaban otros negocios que le daban pérdidas. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Aspecto del taller de mecánica que tuvieron los hermanos José Israel y Juan de Jesús Navarrete Gómez en los años 30 en Bogotá. (Fotos del Centro de Documentación Navarrete).
Habían sido tan duros aquellos trece años viviendo en el “Paseo Bolívar” junto a su familia, que José Israel no regresó jamás a ese lugar. EL TIEMPO se convirtió en su nuevo hogar y durante los primeros años la empresa fue a la vez casa de habitación y lugar de trabajo, como él mismo lo revelaría muchos años después públicamente.
Por haber heredado de la Familia Navarrete el amor al trabajo honesto y el deseo de servir, José Israel se acopló inmediatamente al ambiente laboral y se ganó no solamente el respeto del doctor Santos, sino el afecto de los directivos y empleados de EL TIEMPO.
En 1934, a los 30 años de edad, no solo era un joven apuesto, sino un trabajador que comenzaba a utilizar su dinero para comprar lotes y taxis en Bogotá. Además, como no era un muchacho a quien le gustara cualquier jovencita, se volvió un soltero muy cotizado entre las mujeres que aspiraban a tener un marido de buena posición económica.
Más adelante Israel gozaría del aprecio personal del Director de EL TIEMPO, Hernando Santos Castillo y del Jefe de Redacción, Enrique Santos Castillo.
Por azares del destino las vidas de José Israel Navarrete Gómez y su sobrino Luis Germán Navarrete transcurrieron durante varios años en la misma empresa, el periódico EL TIEMPO, pero ninguno de los dos supo de la existencia del otro jamás. Israel permaneció dedicado siempre a su trabajo, a la Familia Santos y a sus negocios, mientras Germán creció y se forjó al lado de Don Gabriel Cano Villegas y Don Guillermo Cano Isaza, en EL ESPECTADOR, desde los 5 hasta los 30 años de edad.
Germán conoció a Israel y a su sobrina Clara por casualidad el 11 de Enero de 1986, cuando el veterano maquinista visitó la Redacción de EL TIEMPO para asistir a la celebración de los 75 años de fundación del periódico. Después de esos dos minutos de contacto personal, las vidas de Israel y Germán no se volvieron a cruzar nunca, hasta hoy cuando el sobrino le rinde un homenaje póstumo al tío que hubiera deseado tratar personalmente para escuchar de sus labios las interesantes experiencias acumuladas en su trabajo y conocer sus fotografías con personajes importantes de la vida nacional colombiana, que Gilma Beatriz Fonseca alcanzó a ver una vez en la sala de la casa del maquinista y que el resto de la Familia Navarrete jamás pudo ver porque Israel siempre respetó la decisión de su esposa Carlina, de no tener ninguna clase de relaciones con sus hermanas y sobrinos.
Todo ese material gráfico desapareció y hasta el día de hoy han sido infructuosos los esfuerzos para saber si allí figuraban las fotos oficiales de Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez y Magdalena Gómez Garzón, que también se perdieron en los barrios “La Perseverancia” y “Tunjuelito”.
Lamentablemente esta clase de animadversiones injustificadas, que son bastante frecuentes en el país, terminan separando de por vida a familias enteras y privando a hombres y mujeres de apreciar los valores humanos de cada persona, de conocer experiencias y conocimientos mutuos, para aprender
a respetar al otro, a la otra, como medio para hacer de la sociedad un mundo sin odios, sin rencores, sin envidias y poder contribuir así a forjar una sociedad más justa, más solidaria, más comprensiva y más tolerante.
Israel se retiró de EL TIEMPO en 1968 y Germán ingresó a la Redacción del periódico en 1973, llamado por Don Hernando y Don Enrique Santos Castillo para hacer parte de la Sección Bogotá. Los hermanos Santos se interesaron en el joven Navarrete debido a que durante varios años había demostrado habilidades para conseguir primicias noticiosas en EL ESPECTADOR, que EL TIEMPO no logró obtener.
A partir de su ingreso los Santos Castillo se convirtieron en jefes, amigos y padrinos inolvidables de Germán, pues lo recibieron con honores en el periódico después de una exitosa carrera profesional de 15 años en el diario EL ESPECTADOR y le brindaron apoyo total en sus iniciativas laborales desde 1971 hasta 1989 –en dos etapas–, año este último en el cual se retiró para recorrer Canadá por invitación del gobierno de ese país y luego regresó para encargarse de la Jefatura de Prensa de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR).
El aporte de José Israel Navarrete Gómez a EL TIEMPO durante más de medio siglo, fue exaltado en muchas oportunidades por los directivos del periódico a través de entrevistas que se publicaron con motivo de celebrarse los 50 años de la empresa, la Edición 25.000 y los 70 y los 75 años de esa Casa Editorial, que al cumplir 100 años se consolidó como una de las más importantes de la América Latina.
Actualmente la Casa Editorial EL TIEMPO –adquirida en 2014 por el banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo–, es uno de los Medios de Comunicación de mayor cubrimiento noticioso en Colombia, tanto en su edición impresa como en On Line por Internet. Además de poseer el canal denominado City TV, es propietaria del diario económico Portafolio, de una editora de libros y de un grupo de empresas afines, gracias a las cuales edita periódicos regionales en diferentes ciudades del país.
Del niño que había vivido los rigores de la pobreza absoluta en el “Paseo Bolívar” de Bogotá entre 1904 y 1920, José Israel Navarrete Gómez, pasó a ser un joven elegante, refinado y de grandes aspiraciones financieras, que eran compartidas con su hermano Juan de Jesús, quien aparece aquí con el sombrero de moda en los comienzos del Siglo XX. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Juan de Jesús Navarrete Gómez, compañero inseparable de su hermano José Israel, tanto a nivel familiar como en sus actividades de negocios.
José Israel Navarrete Gómez y un compañero de la rotativa de EL TIEMPO encargado de la armada de las páginas, en una de las actividades que compartían en las horas libres de los fines de semana. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Para aprovechar la fortuna de haber conseguido empleos bien pagados en su juventud, José Israel Navarrete Gómez (a la derecha) y su hermano Juan de Jesús, (en el centro), se dedicaron a hacer negocios de diferente índole en Bogotá. En la gráfica aparecen cuando visitaban una instalación industrial que pensaban adquirir en 1930. Al final el negocio no se realizó porque el propietario del predio exigió a los hermanos Navarrete Gómez una suma que duplicaba la cantidad de los dineros de los cuales disponían para invertir. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete Gómez el día en que cumplió 40 años de vida. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete Gómez laboró durante 51 años continuos en el diario EL TIEMPO, hasta convertirse no solo en el “patriarca” de los empleados del periódico, sino en el trabajador estrella, el hombre de confianza del doctor Eduardo Santos Montejo, Presidente de la República de 1938 a 1942.
El 31 de Enero de 1961, durante la celebración de los 50 años de fundado EL TIEMPO, le correspondió a José Israel Navarrete Gómez, en su condición de empleado más antiguo, llevar la vocería de los trabajadores de la Casa Editorial ante el Presidente de la República, Alberto Lleras Camargo, el ex Presidente Eduardo Santos Montejo, el Director del semanario “Política y Algo Más” y futuro candidato liberal a la Presidencia de la República en 1966, Carlos Lleras Restrepo; el Director del periódico, Roberto García Peña y un selecto grupo de personalidades nacionales e internacionales que fueron invitados a la conmemoración del diario más importante de Colombia, efectuada en el Hotel Tequendama de Bogotá. En el extremo superior derecho de la gráfica aparece Doña Lorencita Villegas de Santos, esposa del ex Presidente Eduardo Santos y quien profesó gran afecto por Israel. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
José Israel Navarrete (Gómez en el centro), en compañía de su sobrino Jaime Enrique Gutiérrez Navarrete y de Luis Sánchez, quien lo reemplazó como Jefe de la Rotativa de EL TIEMPO.
Homenaje de EL TIEMPO a José Israel Navarrete Gómez y su esposa, Carlina Sandoval de Navarrete, al cumplir cincuenta años de matrimonio en 1980.
El Mar Caribe y más exactamente la Bahía de Cartagena de Indias, fueron los escenarios escogidos por Carlina Sandoval e Israel Navarrete para celebrar sus Bodas de Oro en 1980, evento que la pareja consideró de especial importancia para festejar 50 años de vida juntos. Al histórico viaje invitaron a la persona que compartió la mayor parte de la existencia de la pareja, su sobrina Clara Inés Jiménez. La elegancia de las damas se destacó en esa oportunidad durante la visita al Fuerte de San Felipe de Barajas, construido en 1657 durante la época colonial española. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Carlina Sandoval y su sobrina Clara Inés Jiménez descansan en la playa, en la Bahía de Cartagena. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Clara Inés Jiménez, Israel Navarrete y Carlina Sandoval disfrutan de las aguas del Mar Caribe, en las playas de la histórica y bella ciudad de Cartagena, en 1980. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
José Israel Navarrete Gómez y su esposa Carlina Sandoval durante un paseo por las calles de Cartagena, en la celebración de sus Bodas de Oro. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Así registró EL TIEMPO los 80 años de vida de su mejor Jefe de Rotativas, José Israel Navarrete Gómez, el 1º. de Julio de 1984.
Al cumplir 80 años de edad, José Israel Navarrete Gómez visitó por última vez las instalaciones antiguas de EL TIEMPO, en el centro de Bogotá. Aquí aparece en el segundo piso del edificio de la Avenida Jiménez con carrera séptima, frente a las oficinas del Banco de la República. Después de ser remodelada, la terraza se utilizó como lugar de filmaciones del canal City TV al aire libre. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
Israel Navarrete celebró sus ochenta años de vida recordando los tiempos de su juventud. En la gráfica aparece con un amigo de la época de Jefe de Rotativas de EL TIEMPO. (Foto del Centro de Documentación Navarrete).
Las publicaciones hechas por EL TIEMPO entre 1961 y 1986, para destacar la importancia de José Israel Navarrete Gómez en el ámbito periodístico colombiano, hablan por sí solas:
EL TIEMPO visto por el más
antiguo de sus servidores
Israel Navarrete cuenta algo de sus 44 años al servicio de la Empresa. — La primera máquina y sus problemas. — La imposición de una “laja” y con velas por falta de luz – Los personajes de la época – Un duelo de Calibán – Terremoto y dinamita – Aventura en la selva – Las peripecias con la primera Duplex – La etapa de la mecanización y sus actores principales – El afecto del Doctor Santos por sus empleados – Una memoria que da saltos – Los afanes del amanecer con 1.500 ejemplares – El sonámbulo de la carrera séptima – La iniciación de los tiempos modernos.
Por Eduardo Camargo Gámez, de la redacción de EL TIEMPO
Cuando una lealtad sin sombras se une al permanente afán de trabajo y a una decisión inquebrantable de servir y de servir bien, se configura un hombre bueno. Y ante ese hombre hay necesidad de descubrirse la cabeza cada vez que las diferentes etapas de la vida van acumulando sobre sus hombros un caudal de mayores merecimientos, de mayores motivos de agradecimiento y de gratitud.
Para EL TIEMPO en esta primera oportunidad en que se contabilizan cincuenta años de una existencia que es ejemplar porque su servicio a Colombia ha sido constante y eficaz, pese a las cambiantes situaciones políticas que le han facilitado o le han obstaculizado su misión, para esta casa de EL TIEMPO, decíamos, esa figura de hombre bueno, leal, presto y alerta siempre, es Israel Navarrete. Su vida, como la de EL TIEMPO, ha sido limpia y sus servicios a la empresa, como los de ésta al país, constantes y eficaces.
José Israel Navarrete Gómez. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
Israel ha completado 44 años de trabajo constante en esta casa, a donde llegó cuando apenas pisaba los umbrales de la adolescencia. Por aquella época sus ojos de niño apenas habían logrado dominar un limitado paisaje de la vida, pero ya en su alma se había cimentado el sentimiento de la honradez.
Y desde entonces para acá, Israel Navarrete ha sido no solo el más antiguo de nuestros compañeros, el que más historia resume sobre esta empresa periodística, sino el que más cerca de todos está colocado en las líneas inmodificables del afecto.
Ahora, al llegar EL TIEMPO a sus primeros cincuenta años, pocos en realidad en la vida de un pueblo, pero suficientes para domeñar las fuerzas del hombre y el entusiasmo de la mente humana, he pedido a Israel Navarrete que me cuente un poco de lo mucho que ha logrado vivir al amparo de las máquinas planas, de las “cajas” de tipo, de las máquinas “Duplex” y “Goss”, de chivaletes y linotipos, de rollos de papel y de lingotes de plomo.
Israel lo hizo con gusto y me prometo, en estas líneas, tratar de resumir lo que él me dijo en el ambiente callado de mi oficina de periodista donde quise que permanecieran para el diálogo, únicamente los espíritus de nuestras gentes de ayer, esas a las cuales debe EL TIEMPO el auge del presente.
Israel, desde luego, se emociona y de lágrimas se obscurecen sus ojos cuando se acuerda de sus compañeros muertos o idos de su lado para siempre. Y es que 44 años le enseñan a uno muchas experiencias, dejan en el corazón muchas desilusiones, reafirman en el alma numerosos amores. Pero antes de comenzar su cuento, Israel me dijo:
Muchos golpes he sufrido en la cabeza, algunos de los cuales casi me envían al otro toldo. Mi memoria es, por lo tanto, algunas veces flaca y si usted me pone atención, verá cómo de pronto salto de un tema a otro sin darme cuenta, para volver a coger después el hilo de mi relato. Debe ser, don Eduardo, que tengo un piñón loco en la cajita del recuerdo. Un piñón al cual le faltan uno o dos dientes y de ahí el por qué da esos saltos tan bruscos.
Y ahora sí, Israel Navarrete entra en trance y me dice:
A fines de 1917 ingresé a EL TIEMPO, seis años después de fundado y cuando funcionaba en la carrera 7ª con calle 18, en una casa de dos pisos, de los cuales el superior estaba ocupado por el doctor Eduardo Santos, por doña Lorencita y por doña Polita Montejo de Santos, madre del doctor.
El trabajo que se me asignó fue el de “saca-pliegos” en una máquina plana en la que había que hacer “tiro” y “retiro” para poder sacar, después de muchas horas de trabajo, un periódico de dos hojas, o sean cuatro páginas, todas ellas levantadas “a mano” pues por aquel entonces no teníamos aún linotipos.
Pero además tenía yo que hacer varios oficios: barría el taller y la parte donde funcionaban “las oficinas” que no eran gran cosa: hacía de mandadero del doctor Santos y de doña Lorencita; distribuía material de tipo utilizado en las páginas, hacía de portero y ayudaba en el correo para el oportuno despacho del periódico. Es decir, que prácticamente yo vivía en los talleres de EL TIEMPO, sin tener oportunidad, ni ganas, de salir a la calle. Dormía solo unas pocas horas y mi sueldo era de UN PESO SEMANAL.
José Israel Navarrete Gómez durante la última visita que hizo al periódico para conocer las instalaciones modernas. (Foto cortesía de EL TIEMPO)
¿Y cuáles eran, Israel, los principales dirigentes y redactores de la empresa en esa época?
Desde luego, y a la cabeza de todos, el doctor Eduardo Santos, quien escribía los editoriales y los comentarios y los corregía muy minuciosamente en compañía del doctor Manuel Patiño, que era el corrector principal, o para mejor decirlo, el único que tenía el periódico. A don Manuel había que llamarlo a la redacción de “Gil-Blas” que funcionaba donde hoy se levanta el edificio de la Compañía Colombiana de Seguros, para que fuera a corregir con el doctor Santos las pruebas del material “levantado”.
Luego seguía don Enrique Santos, Calibán, quien ya por entonces escribía su famosa “Danza de las Horas” y también informaciones. Don Fabio Restrepo, que era gerente, administrador, cajero, de todo y quien ya por entonces tenía “su geniecito”, ese que le creó ante sus empleados una personalidad que inspiraba temor y respeto a un mismo tiempo. También trabajaba allí Paco Miró como cronista o reportero y era él muy afectuoso con todo el mundo y muy buen trabajador.
¿Y la máquina plana que usted operaba, Israel, cuántos ejemplares daba por hora?
1.500 ejemplares por hora, en la primera parte, o sea el tiro, y luego por la otra cara de la hoja de papel, o sea el retiro, otros 1.500. Es decir, que producía 1.500 ejemplares completos cada dos horas, o sean 750 por hora. Pero lo grave de la maquinita era que a veces había que operarla a mano pues la energía eléctrica por aquella época era muy raquítica, se “iba” en ocasiones.
Me acuerdo, por ejemplo, que en alguna oportunidad se derrumbó el molde donde ya estaba armado el editorial del doctor Santos y como la luz era tan deficiente que había necesidad de encender un fósforo para ver donde estaba el bombillo, José María Plazas, hoy maquinista de la “GOSS” y quien en esa época era mi compañero como plegador de la edición, levantó la columna derrumbada mientras el doctor Santos alumbraba con una vela. Entre ambos, después de muchos esfuerzos, pudieron arreglar el molde sin mayores consecuencias fuera del natural atraso en el tiro.
Pero, además, sigue diciendo Navarrete, el prensista Vicente Cañón se dormía a veces rodando el pliego.
El sueño venía como consecuencia del ritmo monótono de la máquina. Y como yo también me dormía recibiendo el pliego del otro lado, era preciso que tanto a Cañón como a mí, nos despertaban los golpes de los “tenedores” de la máquina, en la cabeza.
José Israel Navarrete contempla la rotativa “Goss” en la cual se imprime EL TIEMPO en la actualidad. Al fondo se observa cómo las páginas del diario entran debidamente plegadas al área donde se unen automáticamente y se ordenan para salir hacia la transportadora aérea que los ha de llevar a la zona de empaque, para luego ser entregados a los camiones que los transportan hasta las agencias de reparto. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
¿Y qué otros compañeros recuerda, Navarrete?
De varios guardo recuerdo. De otros he olvidado el nombre precisamente por esos “saltos” de mi memoria. Entre los que recuerdo puedo citarle a Vicente Saavedra, “el cojo”, jefe de correos y quien hace dos o tres años falleció en Bogotá. Antonio Piamonte, quien hacía los paquetes del correo, David Alvarado y posteriormente Daniel Navas. El señor Barrientos, jefe del almacén, quien suministraba las resmas de papel para el tiro; Vicente Cañón, maquinista, a quien sucedió luego Luis Sánchez, quien fue el maquinista principal de EL TIEMPO hasta su muerte, ocurrida en 1957; Francisco Corredor, quien era el encargado de la edición; José López, secretario de don Fabio; a Eduardo Tarquino, Pedro Corredor, José Castelblanco, Lino Casas, Alfonso Valdiri, Juan Valdiri y Marco A. Gutiérrez, todos repartidores.
Por último, Daniel Navas y Gabriel Baquero, quienes fueron los primeros linotipistas que ingresaron al periódico, cuando se cambió por primera vez el sistema manual por el automático. Por entonces ya el tiraje era mayor, las ediciones aumentaban en 100 o en 200 ejemplares cuando había “chiva”; el tiro comenzaba a las 12 de la noche y terminaba a las tres de la mañana cuando comenzaba el retiro y que era, precisamente, cuando la bendita máquina comenzaba a dañarse con el consiguiente afán de todos. Esa etapa del retiro terminaba generalmente a las 8 y media o nueve de la mañana, cuando el periódico comenzaba a salir a la calle y a los correos.
Una etapa de avance
Israel fuerza notoriamente su memoria para acordarse de nombres y de instantes. Pero tiene tan grabados en el corazón esos días, que domina la amnesia con la emoción del recuerdo. Así, relata al autor de estas líneas el cuento de cómo EL TIEMPO pasó de la etapa “manual” a la automática, en la siguiente forma:
A mediados de 1919, EL TIEMPO comenzó a ser editado en los talleres de “El Espectador”, de acuerdo con un contrato hecho para el efecto, por el doctor Eduardo Santos. Había que llevar, eso sí, los moldes de las páginas en un carrito como esos de empacar chocolate. Una noche el encargado de conducir el carrito atropelló sin culpa alguna, a un policía a quien le pisó un pié con una rueda. El policía le preguntó quién era y cuando supo a qué se dedicaba, le dijo:
“Vaya entregue sus moldes a El Espectador y aquí lo espero para que vaya conmigo a la cárcel, por atropellos contra la autoridad”.
El muchacho así lo hizo. Entregó los moldes, se aseguró de que la edición no sufriera perjuicio alguno y luego regresó donde el policía y marchó a la cárcel con él. Por suerte, allí solamente lo tuvieron unos cuantos minutos.
Con el aprovechamiento de la máquina de “El Espectador”, un poco más moderna que la de EL TIEMPO, se inició una época de progreso en la confección del diario, que apareció ya de ocho páginas con una edición de 8.000 ejemplares. El número de empleados crecía y había ya mayor cantidad de repartidores. El periódico comenzó a venderse como pan caliente. Teníamos entonces ya los dos primeros linotipos pero, sin embargo, la armada seguía haciéndose sobre una gran piedra o “laja” que hacía las veces de mesa de composición.
Pero ya en ese mismo año de 1919, ya en sus finales, llegó la primera “Dúplex” plana para el servicio del periódico. Una grande alegría sentimos cuando se nos dio la noticia. Pero, sin embargo, la tan anhelada máquina, esa que nos iba a librar de los golpes a los “saca-pliegos”, fue dejada en un potrero aledaño a la “·Casa de los Muertos”, donde después funcionaron periódicos como “El País”, “La Razón” y algunos otros que no supervivieron.
La máquina duró allí por espacio de un año, embalada y sufriendo deterioro por la intemperie y hasta se decía que entre una de las cajas, y al favor de la altura del pasto que crecía en torno a ellas, se anidaba una temible y venenosa culebra. Para cazarla, y librarnos de la angustia que nos causaba la posibilidad de que tan peligroso animal pudiera causar daño a las piezas de las máquinas, una noche nos trasladamos al potrero. Escuchamos con toda paciencia ruido alguno que nos indicara la localización de la culebra y cuando supimos exactamente dónde se hallaba, descargamos nuestros golpes. Pero no hallamos sino un gran zapo que resultaba completamente inofensivo.
Esa máquina, que hoy se halla en “Vanguardia Liberal” de Bucaramanga, solo funcionó en la Semana Santa del año siguiente a aquel en que estuvo abandonada en el potrero aledaño a la “Casa de los Muertos”. Personalmente me preocupé por ayudar a los mecánicos a montarla y recuerdo cómo tuvimos que limpiar pieza por pieza para librarlas del óxido que había caído sobre ellas.
León Hinestrosa y Luis Sánchez dirigieron el montaje de la “Duplex” y fui ascendido al cargo de primer ayudante. El doctor Santos, en persona, me dio una bonificación especial de $20.00 por haber ayudado, casi sin dormir, al montaje de la máquina. Juan Valdiri me invitó esa noche a cine al “Salón Olympia”, donde daban una película de Perico Metralla. Había una grande aglomeración a la entrada. Cuando estábamos dentro del salón, Juan me propuso que nos tomáramos una cerveza en el bar del salón. Así lo hicimos y cuando fui a pagar, me di cuenta de que me habían sido robados del bolsillo los $20.00 que me había dado el doctor Santos. Fue muy dolorosos para mi ese hecho, pues esa suma era, en ese entonces, muy grande.
La gripa de 1919
Trabajábamos a todo tren en el año de 1919 –sigue diciendo Israel–, cuando se presentó la epidemia de Gripe que tantas víctimas hizo en Colombia y que, se decía, era como consecuencia de los cadáveres insepultos que quedaron en la guerra mundial. En EL TIEMPO nos tumbó a todos y doña Lorencita era la encargada de suministrarnos personalmente las drogas, cosa que ella hacía con inmensa solicitud y verdaderamente preocupada de que la enfermedad fuera a acabar con nosotros. El doctor Santos también nos alentaba y nos vigilaba los tratamientos hasta que por fin y merced a tantos cuidados, dominamos la epidemia y nos salvamos, eso sí, con caras de esqueletos.
José Israel Navarrete Gómez observa los modernos sistemas informáticos utilizados en la actualidad por el periódico para diagramar las ediciones más rápido y sin utilizar materiales contaminantes como en la época en la cual se hacía en 1917. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
Un sonámbulo en la 7ª
Preguntamos a Israel Navarrete si conserva algunos recuerdos de hechos ocurridos en aquel entonces dentro de EL TIEMPO y nos dice después de meditar largamente y de tratar de buscar, con los dedos, el “piñón roto” de su mente para “acoplarlo” de nuevo:
En el año de 1923 se hizo una edición especial de 90 páginas, con motivo de la fiesta de la Raza, en formato parecido al de “Cromos”. Cosiendo la edición y vigilando para que no saliera a la calle clandestinamente, duré tres días y tres noches sin dormir. Un operario se cosió una mano al quedarse dormido sobre la máquina cosedora.
Después de tres días, salí a la calle y me dirigí por la carrera 7ª hasta la calle 23, donde vivía, con el objeto de dormir. Cuando llegué a la esquina de la 23, noté que había ido a dar de bruces al suelo. El golpe me hizo dar cuenta de que había caminado dormido por toda la séptima por la cual no transitaban entonces carros porque ellos eran muy escasos. Pero como el caminar dormido era un espectáculo, pude ver cómo una verdadera romería de gente caminaba detrás de mí para “ver qué iba a pasar”.
“Terremoto” y “Dinamita”
Como antes le dije, continúa diciendo Israel, en el periódico hacía de todo en mis ratos de “descanso”. Una de las cosas que hacía era, por ejemplo, jugar con los niños de Calibán, don Enrique y don Hernando, doña Beatriz y doña Cecilia, a todos los cuales sacaba a pasear.
Pero don Enrique y don Hernando eran “unas fieras” y no dejaban en paz a nadie. Al primero el puse “Terremoto” y al segundo “Dinamita”, con lo cual le doy una idea de cómo serían de inquietos. Un día don Enrique se montó en un carrito que había hecho yo con latas de cerveza y con sistemas mecánicos especiales que al rodar hacían mover una hélice, y mientras hice alguna diligencia corta me lo estrelló y lo dañó. Cogí entonces a don Enrique, lo metí entre el carrito, hice que se volcara y al niño se le reventaron las narices. Yo me fui corriendo al periódico y cuando Calibán me preguntó dónde estaban los niños, le dije que estaban jugando y que no tardarían en regresar, pero eso sí temeroso de que cuando volvieran y contaran lo ocurrido, me haría merecedor de un buen regaño. Pero no ocurrió así. El “herido” guardó silencio y nada pasó.
Un “Duelo” de Calibán
En otra oportunidad, recuerda Navarrete, el doctor Pedro Juan Navarro desafió a duelo a Calibán por haberle dicho éste en una “Danza” que era un bufón. Calibán aceptó el duelo y me mandó a la casa de don Julio Gutiérrez Valenzuela a conseguir un revolver, por cierto muy bonito, con cachas de oro. Cuando regresé a la oficina y don Enrique examinaba el revólver, entró el general Márquez, pasado de tragos, a decir:
“Soy el padrino de duelo del doctor Navarro”. Y agregó otras frases de mal gusto e irrespetuosas para Calibán, quien precisamente en ese instante tenía el revólver en la mano. Pero como tanto a don Ramón Bernal Azula, cronista en esa época, como a mí, nos pareció que el generalito se estaba pasando, resolvimos echarlo a puntapiés por la escalera abajo y ahí acabó el duelo, pues por lo menos de él no se volvió a hablar.
Una cabeza dura
Navarrete, al llegar a esta altura de la charla, nos explica por qué sufre de esporádicas amnesias. Ello se debe a que la Rotativa Duplex, que aún funciona en EL TIEMPO, lo castigó un día dejándole caer en la sien derecha la pesada manivela que sirve para alzar los rollos a su punto de trabajo, golpe que le determinó una gravísima herida en tan vital región. Después, Israel fue arrollado por un carro que le causó gravísimas heridas también en la región craneana. Por eso, dice Navarrete tocándose las cicatrices:
Don Fabio, después de esos accidentes, me dijo en alguna ocasión: Israel, presiento que usted nos va a enterrar a todos.
Por lo menos, comenta Israel, algo de esa profecía se está cumpliendo pues son muchos, inclusive don Fabio, los que han desaparecido desde entonces.
Una aventura en la selva
Ya hemos dicho atrás que Navarrete era uno de los hombres de confianza del doctor Santos y aún lo sigue siendo. Tal vez por eso y por la lealtad que aquel profesa a éste y a la empresa, le ocurrió una sensacional aventura en plena selva del río Magdalena, que Navarrete cuenta en extenso, pero que me veo obligado a sintetizar:
En el año de 1926, poco después de la muerte de la niña Clarita, dice Israel, acompañé al doctor Santos hasta Ibagué y allí despedí a él y a la señora Lorencita, pues iban para Europa. Ellos me pidieron que los esperara al regreso en La Dorada y cuando supe que volvían a Bogotá y que venían por el río a bordo del “Bucaramanga”, pedí permiso a don Fabio para bajar a La Dorada.
No obtuve el permiso pero todas maneras me fui. Como iba sin dinero y el barco del doctor Santos se demoraba, pues había sufrido una “varada” en el sitio llamado “El Ciego”, debajo de Berrío, tuve que trabajar a bordo del vapor “Magangué”. Después de seis días pedí al capitán que me dejara en Puerto Berrío pero esa misma noche, después de navegar varias horas, supe que esa tarde había reanudado su viaje el “Bucaramanga”.
Mi desesperación fue inmensa, pues yo iba en dirección contraria y no sería posible el encuentro. Pero el barco en que yo viajaba arrimó a un “leñateo” para hacerse a combustible y aproveché entonces para quedarme. El leñador me quiso hacer desistir de mi propósito de regresar por la orilla del río, en medio de la selva, pero yo insistí en hacerlo.
Aprovisionado de un garrote, tabacos y muchos consejos, me regresé siguiendo las instrucciones del leñador, iniciando el viaje a las doce de la noche. Muchas veces intenté desistir de la empresa, pues el ruido de los animales, las voces de la noche junto al rumor del río, la obscuridad y los mil ojos de la selva me aterraban. Pero no desmayé. Al llegar al paso del río en La Dorada, tuve que prestar cincuenta centavos para pasar al otro lado. Y a las cuatro y media de la tarde, cuando esperaba, yo subí en un gran tronco, divisé al “Bucaramanga” que entraba en la zona del puerto. Desde lejos ví batir un pañuelo: era doña Lorencita que me saludaba. Luego, ya a bordo, el doctor Santos me preguntó por sus empleados, por la marcha de EL TIEMPO y cuando le conté mi aventura en la selva se alarmó de verdad. Pero luego, ya después comentándola, reía con mucha cordialidad.
La época moderna
Muchas son las cosas que cuenta Navarrete de las distintas etapas de EL TIEMPO ya desde el montaje de la “Duplex” rotativa, instalada en el año de 1926 y que por aquel entonces era la última palabra en materia de máquinas impresoras.
Navarrete se hizo a la “confianza” de la máquina de la cual aprendió sus más íntimos secretos y es él hoy, precisamente, quien la opera. Navarrete tiene por la Duplex, que auxilia a la “GOSS” en el inmenso tiraje de EL TIEMPO, un gran afecto. Lo ha golpeado sin piedad en la cabeza, en las piernas, en los brazos, en las manos, pero él sigue manteniéndola en un envidiable estado para proseguir su tarea.
Habla Navarrete de la época en que el doctor Alberto Lleras Camargo fue redactor en jefe del periódico y no disimula su sentimiento de afecto para quien, dice, era todo dinámica y sencillez.
Recuerda perfectamente esa etapa del periódico y cuenta cómo una vez “un gringo” que había abusado del licor confundió la sala de redacción con su alcoba del Hotel Plaza, donde se alojaba y, sin detenerse a pensarlo dos veces, aprovechando un descuido del portero, entró al salón de la biblioteca, se desnudó plenamente y se acostó en el sofá. De nada valieron los esfuerzos para despertarlo.
Navarrete, entonces, empuñando un viejo fusil que se había encontrado en uno de los sótanos de la casa de EL TIEMPO y que procedía seguramente de la época de la Independencia, se encaró con el intruso cuando despertó y le dijo:
Mister, esto es EL TIEMPO, no es su hotel. Me hace el favor de marcharse a dormir a su arriendo pues de golpe “esto” se me dispara.
Y el norteamericano, todo apenado, recogió su ropa, se vistió con toda calma y se marchó.
Navarrete quisiera precisar todos sus recuerdos pero dice que le cuesta trabajo. Pero no dudarán mis lectores de que es fértil su memoria si repasan todo lo que aquí cuenta y todo lo que, en vista de la falta de espacio, me veo obligado a eliminar.
(Reportaje publicado en EL TIEMPO el Lunes 30 de Enero de 1961 página 16.)
51 años de servicio
Israel Navarrete, un
patriarca de EL TIEMPO
En cada aniversario importante de EL TIEMPO, José Israel Navarrete Gómez aprovechaba la oportunidad para conocer los avances tecnológicos del diario que fue su hogar durante 51 años. Durante la última visita, efectuada el 30 de Enero de 1981, cuando se celebraron los 70 años del periódico, recorrió las nuevas dependencias. En la gráfica dialoga con una empleada de la sección de copiado de avisos clasificados. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
José Israel Navarrete Gómez no solo fue el trabajador estrella de EL TIEMPO, sino toda una institución en lo relacionado con el manejo de rotativas. En la gráfica aparece cuando visitaba el moderno Centro de Cómputo del diario. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
Por FABIOLA BELTRAN
El 4 de noviembre de 1925 fue una fecha fatal para ese abuelo sin nietos y adorador de las rotativas que subsiste hoy por encima de los años, los avances y las circunstancias, llamado: Israel Navarrete. El hombre en el que se ven, como en un espejo, 52 de los 70 años de historia de EL TIEMPO.
En esa fecha, que no ha podido borrar de su memoria, comenzó a irse como caen las hojas de los árboles, la vida de la niña de sus mimos. Clarita, la única hija de don Eduardo Santos, sufrió una caída y luego la debilidad doblegó a la pequeña, que no resistió tres meses más tarde un extraño virus.
Ese día murió, también, el padre de Israel.
Con tono agitado, pero emocionado, el patriarca de los empleados de esta casa editorial, a la que sirvió desde cuando contaba apenas 13 años hasta bien cumplidos los 63, recuerda la muerte de “su niña”, así:
“El doctor Santos estaba con gripa. Dicen los entendidos que la pequeña Clarita la contrajo y después le provocó una rara epidemia. –Yo sé lo que era… difteria, pero eso nadie lo supo–, dice bajando la voz y luego agrega:
“Ya no recuerdo el día. Mi memoria falla mucho pero el doctor Santos me llamó a la casa a las dos de la madrugada y me dijo que saliera corriendo en busca del médico Julio Arboleda, que la niña Clarita se estaba muriendo. Lo hice como él me dijo, pero cuando llegamos al periódico –allí mismo se encontraba la residencia de ellos–, la sala estaba completamente llena de médicos. Todos se veían angustiados. Nadie pudo hacer nada y la niña murió”.
Como si hablara consigo mismo y devolviera el tiempo al instante de esa trágica madrugada, Israel dice:
“Era un silencio único. Fue terrible y el doctor Santos decía que prefería ver el periódico envuelto en llamas, a su hija muerta. Doña Lorencita sufrió tanto, que de la noche a la mañana se le volvió el pelo blanco…”.
Este hombre, que habla con profundo respeto del antiguo director-propietario de EL TIEMPO y de su señora, es hoy, aunque esté pensionado desde hace 12 años, el servidor más antiguo de este diario.
En sus manos ajadas y maltratadas se ve el rastro de 52 años de trabajo, de contacto con máquinas, con rotativas… Dos dedos de su mano derecha no tienen falanges y los demás están cicatrizados por quemaduras.
Su consentida “de 24 páginas”, la “Duplex”, por un accidente cuando se le cayó la manivela encima, le ocasionó la rotura del maxilar y una herida en el cuello que con los años no se borró; una raya se ve en su piel, producto de los seis puntos que tuvieron que coserle.
Un enterrador
Ese accidente y posteriormente otro, al ser arrollado por un vehículo, dejaron en el cerebro de Israel lesiones que le ocasionaron, según él, una memoria a saltos.
“Sufro de amnesia”, dice, pero recuerda claramente muchos comentarios, como aquel que un día le dijo don Fabio Restrepo, uno de los primeros gerentes que tuvo EL TIEMPO:
“Navarrete, usted como que nos va a enterrar a todos”. “Y así fue, porque a los pocos asistí a su entierro, también al del doctor Santos, al de doña Lorencita. Todos han muerto. Mis amigos: Luis Sánchez, el principal prensista que tuvimos, y Luis Melani. Los comentaristas de aquella época: don Enrique Santos Montejo, “Calibán” y tantos otros…”.
“Fui más fuerte que el acero –agrega–. Por mis manos han pasado todas las máquinas impresoras, desde la máquina plana en la que teníamos que levantar a mano los tipos, luego los linotipos, la “Duplex” y la “Goss” y casi todas reposan en los rincones de muchos talleres pero otras aún funcionan como ayer y con ellas se hacen periódicos de provincia”.
Israel Navarrete, llegó a EL TIEMPO el 1º. de Octubre de 1917 y hacía el trabajo de “pasapliegos”, seis años después de fundado el periódico.
“Después de muchas horas de trabajo, sacábamos por aquel tiempo, un diario de solo cuatro páginas; yo además de “sacapliegos” hacía las veces de portero, mandadero de don Eduardo y la señora Lorencita, barría el taller, despachaba el correo. Vivía prácticamente en EL TIEMPO. Los empleados no éramos más de 10, contando al director, al gerente y a los redactores”, dice mientras recorre las modernas instalaciones del periódico en la Avenida ElDorado, y agrega con un dejo de nostalgia y orgullo a la vez: “Qué belleza de edificio. Cuándo me imaginaba que iba a ver estos avances y que EL TIEMPO llegara a tener tantos empleados…”.
A ocho mil
El patriarca de la nómina de empleados de esta casa recuerda que el tiraje de EL TIEMPO comenzó a crecer hacia los años 20, por una desavenencia entre el doctor Santos y el presidente Marco Fidel Suárez:
“Don Eduardo le puso en un editorial los puntos sobre las íes al presidente. Era un día de abril que no recuerdo con precisión, pero esa edición se vendió como pan caliente. Salimos con ocho mil números y la fiesta no se terminó sino hasta el siguiente día”.
José Israel Navarrete observa maravillado las unidades de la rotativa “Goss” en la cual se imprime EL TIEMPO. En su última visita al periódico recordaba con nostalgia la forma amable como el Doctor Eduardo Santos le dio trabajo a los 13 años de edad, en 1917. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
Con una risa amplia y acariciando sus blancos cabellos, dice que “ya desde 1920 EL TIEMPO era el periódico grande que es hoy”, y que las páginas editadas eran ocho.
“Teníamos ya los dos primeros linotipos, pero la armada seguía haciéndose sobre una gran piedra o “laja”, que hacía las veces de mesa de composición. En ese mismo año comenzamos a utilizar la “Dúplex” que no entiendo aún por qué, estuvo abandonada durante un año en un potrero aledaño a la “Casa de los Muertos”, donde después funcionaron “El País” y “La Razón”. De allí la rescatamos y yo mismo ayudé a su montaje”.
Un día en “El Siglo”
Desempolvando sus recuerdos, Israel dice que EL TIEMPO tuvo que sacarse un día en los talleres de “El Siglo”.
“No lo recuerdo muy bien, pero estábamos en una época de armonía y se dañó nuestra máquina impresora; la mitad del periódico la sacamos allí y la otra mitad en “El Espectador”.
José Israel Navarrete dialoga con los operarios sobre el funcionamiento de la moderna rotativa “Goss”. Le llamó la atención que a pesar del manejo de tintas, grasas y todos los elementos propios de esta clase de máquinas, el aseo es total en las instalaciones donde funciona. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
De su memoria octogenaria salen también hechos como aquel que ocurrió en 1919, cuando la epidemia de gripe llegó a Colombia y muchas personas murieron a consecuencia del virus, que según algunos, fue ocasionado por los cadáveres insepultos de la Primera Guerra Mundial.
“La epidemia llegó hasta nosotros, nos tumbó a todos y la encargada de suministrarnos la droga era doña Lorencita, que cuidó con tanto esmero de nosotros que si no es por ella la nómina de EL TIEMPO se hubiera visto reducida a muertos”, dice Israel, quien recalca luego su admiración por la esposa del doctor Santos diciendo:
“Era un ángel. Si conocí una persona verdaderamente bondadosa en mi vida, excepto claro está mi esposa Carlina, esa fue ella”.
Navarrete, de una estatura más bien baja, pasado de kilos y admirado por todos los empleados nuevos que laboran en el periódico, mientras se paseaba por la sala de redacción, recordó que en EL TIEMPO no se podía escribir ni bueno ni malo contra Jorge Eliécer Gaitán, sin que llovieran piedras sobre la edificación.
Antes de despedirse para siempre de los trabajadores del periódico que fue su hogar en la juventud, José Israel Navarrete Gómez compartió con varios de ellos las aventuras que vivió al lado del doctor Eduardo Santos. La gráfica permite apreciar las unidades del primer piso de la rotativa “Goss”. (Foto cortesía de EL TIEMPO).
“Nosotros trabajábamos en EL TIEMPO, pero la mayoría era gaitanista. Al fin y al cabo era un hombre de pueblo”, dice con su risa afable este hombre que a pesar de sus 77 años, baja las escaleras sin ayuda y saluda a todos con un chiste como si tuviera quince años.
Un judío
En su casa del barrio La Perseverancia, Israel Navarrete comparte sus días con doña Carlina Sandoval de Navarrete, la mujer a la que idolatra. “Su costilla”, como él la llama y con quien está casado desde hace 50 años.
“Ella fue quien veló mis días de sueño durante los 52 años que trabajé en el periódico, porque casi siempre, laboré en la noche. A ella le debo lo que soy”, dice con un gesto de gratitud, mientras recuerda con nostalgia que por “un problema” nunca pudieron tener hijos. “Pero tengo sobrinos y los adoro como si fueran mis nietos”, se apresura a decir.
De viejos personajes de épocas pasadas de su vida, recuerda especialmente a don Fabio Restrepo, el gerente que tenía fama de “agrio” y también de judío.
“Sí, él era un judío. Nos sacaba multa por nada, por cualquier motivo. Porque llegábamos tarde, porque había un error en la impresión. Porque hubo un tiempo en que esta empresa periodística funcionaba como un colegio. Ese era el sistema, por doquier”. Y así lo atestigua Israel:
“Existía un reglamento de penas. Y eso no era solamente aquí. En todos los diarios existía. Calibán, a veces me ponía multas. Con su singular estilo de hablar enredado me decía. “Pee-peendejo, porque llega ta-taarde”. Uno le inventaba cualquier disculpa, pero él firmaba inmediatamente un papel con una multa de tres, o a veces cinco pesos. Pero yo era vivo y cuando me mandaba a colocar en un buzón el papel, lo cambiaba por uno en blanco. Entonces, cuando llegaba el día de pagar la década, me decía en tono afable: “¿Cuànto tee qui-quitaron?”. “Veinte, contestaba yo, y me hacía el bravo”.
Del inolvidable personaje de “La Danza de las Horas”, recuerda también que tenía un linotipista especial, porque nadie más le entendía lo que él escribía en la máquina:
“Un día llegué a la oficina de “Calibán” y estaba sobre su máquina de escribir. Silbaba. Y entonces yo le dije jocosamente: “Don Enrique a usted no se le entiende ni lo que escribe ni lo que silba”. Se rio tanto con mi comentario y luego él lo inmortalizó porque en sus reuniones dizque siempre lo repetía.
Una casa con historia
En 1917, cuando Israel Navarrete comenzó a trabajar para EL TIEMPO, las oficinas funcionaban en la carrera 7ª., con calle 18, donde existe actualmente el Jockey Club. Antes se editó en una casa en el Parque Santander y en otra, cerca al Palacio San Carlos.
En 1919, EL TIEMPO se trasladó a su nueva casa de $40 mil pesos en la calle catorce con carrera séptima.
Es una construcción –todavía existe—de estilo colonial, erigida no se sabe cuántos años. En ella vivió y murió la madre de nuestro director Eduardo Santos, quien también la habitó junto con doña Lorencita y su hija Clarita.
Israel Navarrete recuerda:
“Junto a la casa de la catorce pasaba el río San Francisco, que en aquella época estaba descubierto y no había sido canalizado. Los rollos de papel se transportaban en carros arrastrados por mulas y caballos y ese transporte se convertía muchas veces en una odisea, cuando las pesadas bobinas rodaban al cauce del río y se echaban a perder.
“Era –agrega–, una casona llena de laberintos, pasadizos, mansardas, puertas, cielorasos, que la convertían en un verdadero rompecabezas. Hasta el punto de que un día me extravié, fui a dar a un sitio que nunca antes había visto y allì encontré un viejo fusil, quizás algún rezago de la guerra de los Mil Días. Ese fusil, fue personaje en una anécdota que me tocó vivir: un gringo confundió la casona con un hotel, entró tranquilamente a una de las habitaciones, se desnudó, se echó en un sofá y se quedó dormido. Cuando me di cuenta de la presencia del intruso, agarré el fusil, le apunté a la cabeza del extranjero y le dije: “Bueno gringo, o se va o le rompo la cabeza”. El hombre, como despertando de una pesadilla, abrió sus tamaños ojos azules, se puso la ropa como pudo y salió como alma que lleva el diablo”.
A partir de esa anécdota los recuerdos de Navarrete son más recientes. EL TIEMPO construyó su edificio de la Avenida Jiménez con carrera séptima en la llamada “Esquina de Colombia” y el resto es historia nueva. Navarrete, jubilado en recuerdos y añoranzas, conoció la nueva planta de la Avenida ElDorado, el martes pasado, cuando llegó otra vez a esta casa a desgranar sus reminiscencias de 52 años en medio de hombres nuevos, que él nunca había visto.
(Reportaje publicado en EL TIEMPO el 30 de Enero de 1981 Páginas 4B y 7B )
Así registró EL TIEMPO el fallecimiento de José Israel Navarrete Gómez, el 10 de Enero de 1997. Con su desaparición se cerró un capítulo importante en la historia de la Familia Navarrete: Sin proponérselo se había convertido en parte de la historia del periódico, uno de los más importantes de América Latina y aun cuando él nunca se presentó ante el resto de miembros de la familia como un ejemplo a seguir, su trayectoria demuestra cómo nuestros antepasados salieron de la pobreza absoluta a pesar de no haber recibido educación en la niñez. Todo dependía –como hoy–, del esfuerzo, la dedicación absoluta al trabajo honesto y las ganas de triunfar en la vida.
Homenaje póstumo de Germán Navarrete a su tío José Israel:
Israel: A pesar de las adversidades que surgieron durante tu existencia terrenal tuviste el carácter suficiente para superar diferencias familiares y dejar en nosotros el recuerdo de un hijo maravilloso, un hermano amable, generoso, un esposo ejemplar y un ser humano comprensivo y solidario cuando ello fue posible. Tu recuerdo se ha perdido durante las primeras dos décadas del Siglo XXI y los jóvenes de hoy desconocen quién fuiste, qué hiciste, cuál fue tu aporte al progreso del país. Pero no estamos dispuestos, de ninguna manera, a que tu valioso paso por la vida se pierda para siempre en la oscuridad del universo. Con respeto, admiración, afecto y amor filial, te dedicamos este lugar en una Página Web que ha de sobrevivirnos a todos en el insondable espacio del tiempo.
Descansa en paz, Israel Navarrete