Infancia

María del Carmen Navarrete Gómez conservó durante toda su vida la única fotografía que pudo obtener de Luis Antonio Santana Cano (a la derecha, con uniforme de la Policía Nacional), por ser el padre de su hijo Luis Germán. El joven Luis Antonio, quien en esa época tenía 18 años, aparece en compañía de su hermano José y su esposa, durante un recorrido por las instalaciones que la Policía Nacional tenía al Norte de Usaquén y donde el pequeño Germán jugaría a los 5 años de edad, en 1948.

Aun cuando los médicos pronosticaban que por haber nacido a los 7 meses de gestación Luis Germán Navarrete no tenía mayores posibilidades de vida, el amor de su madre y los cuidados que le prodigó en sus primeros meses, le permitieron ser un sobreviviente. El 30 de Julio de 1944, cuando le fue tomada esta foto, cumplió un año de edad. El traje que lleva puesto el niño, que en los años 40 del Siglo XX eran denominados “mamelucos”, le había sido regalado a la madre por Doña Luz Isaza de Cano, para quien María del Carmen Navarrete trabajaba en su juventud.

Reflexiones sobre mi infancia

¡ Oigan ¡

¡ Yo no pedí que me trajeran al mundo ¡.

Es más. Si hubiera sabido a lo que me enfrentaría… ¡ me habría devuelto !.

¿Cómo me lanzaron al mundo empeloto… totalmente desnudo… para que me vieran los médicos y las enfermeras?.

Eso fue una falta de respeto para conmigo. Por eso fue que pegué un gran berrido, como el de un ternero chiquito, cuando el médico me pegó un golpe en una nalga, para saber si estaba vivo… o si me había regresado al otro mundo.

Pero bueno… a lo hecho… pecho.

Y aquí estoy.

Germán Navarrete era un muchachito pequeño, flaquito, que lloraba mucho…, gritaba por cualquier cosa… corría de un lado para otro… tenía el síntoma de la hiperactividad… no se podía estar quieto…jugaba con todo lo que tenía por delante… se metía cualquier cosa a la boca para saber si se podía comer o no… y a veces la embarraba porque se llevaba a la lengua cosas que no debía… como un gusano… o una puntilla…

Mejor dicho… era un desastre… tenían que cuidarme de todo… y de todos.

En realidad no era el único. La mayoría de niños del mundo son iguales. Pero con el tiempo cambian totalmente. Se vuelven tranquilos, sosegados y se comportan normalmente. Lo mismo me pasó a mí en la adolescencia.

Pero cuando llegué a este complicado mundo sin tener la más remota idea de a qué me enfrentaría, los médicos le dijeron a mi madre que, por haber sido

sietemesuno (nacido cuando ella tenía 7 meses de embarazo), era muy posible que muriera pronto… o que fuera de cuerpo raquítico… es decir, debilucho.

Pero el amor de mi madre, sus tiernos cuidados, la poca alimentación materna que me alcanzaba a dar antes de salir corriendo a trabajar en las madrugadas, además de la leche que mi prima Gilma Beatriz llevaba a la casa, regalada por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (AID) –que en muchos pueblos de Colombia la dejaban perder porque pensaban que era para esterilizar a las mujeres–, me permitieron sobrevivir y tener una niñez sana. Así lo demuestran las fotografías que ilustran este capítulo.

Germán Navarrete a los 5 meses, en brazos de Luis Naranjo, quien después sería mi padrino de bautismo en Girardot. Como bebé que era, siempre andaba como me ven ahí: llevándome cualquier cosa a la boca. ¡Qué peligro¡.

Yo no sé cómo hizo mi madre para que cada año de mi vida quedara registrado gráficamente… pero se lo agradezco sinceramente.

Ella ganaba unos pocos centavos por su trabajo. Apenas tenía para comer y para pagar el tranvía para ir al centro de la ciudad. Pero se las ingeniaba para que cada vez que llegaba mi cumpleaños, ella y yo quedáramos fotografiados.

Había heredado de su papá, Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez, el gusto por las fotografías. Y su trabajo en EL ESPECTADOR, no solo le incrementó esa afición, sino que le permitió obtener varias de las gráficas que, con el paso de los años, se convirtieron en el archivo del Centro de Documentación Navarrete.

Al comienzo de mi accidentada existencia, cuando yo tenía apenas unos meses de edad –según me lo contó mi prima Gilma Beatriz Fonseca cuando llegué a los 70 años–, me pasaban cosas que aún hoy le ocurren a millares de niños del mundo, hijos de madres solteras que trabajan todo el día para poder subsistir con uno, dos, tres o cuatro hijos.

Mi madre debía llegar a su trabajo hacia las seis de la mañana, en el diario EL ESPECTADOR, para asear los talleres del periódico, de manera que cuando los empleados comenzaran a laborar a las 7 ya encontraran todo limpiecito. Nunca falló en esa misión y por eso se ganó el aprecio del dueño del diario, Don Gabriel Cano y su esposa, Doña Luz Isaza de Cano, quienes también tuvieron especial cariño por el chiquito e inquieto Germán, desde el primer momento en que me conocieron.

Pero volviendo a mi época de bebé, Gilma Beatriz recuerda que antes de salir corriendo para su trabajo, hacia las 4 y media de la madrugada, mi madre me daba leche materna… o kefir (una leche en polvo que vendían en Bogotá hacia 1943)… o la leche regalada por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (AID), a través de lo que en esa época se llamaba el “Punto Cuarto”, o “Alimentos para la Paz”. A partir de ese momento yo quedaba al cuidado de Gilma Beatriz.

A los dos años Germán Navarrete tenía una cara de asustado que ni para qué decir. A lo mejor le tenía miedo a la cámara. Y si no… observen la mirada. O le tenía desconfianza al fotógrafo… o tenía la mente en otra parte.

Al cumplir 3 años de edad, el 30 de Julio de 1946, el pequeño Germán ya se daba ínfulas de alta sociedad… y hasta cruzaba la pierna para salir mejor en las fotos… y le sonreía a la cámara. Qué diferencia con la foto oficial de cuando cumplió un año. Del asustado de esa época, a este, no queda ni el rastro… había comenzado mi proceso de ajustarme a la sociedad de consumo.

Por Dios… ¿Y esto qué es?… ¿Este era el ejemplo que le daban los adultos a los niños en esa época?… Mírenme con la botella en la mano, chupando cerveza como si fuera tetero… Gracias a Dios no salí borracho.

Germán Navarrete de 4 años en la foto que le hizo tomar su madre María del Carmen Navarrete Gómez el 30 de Julio de 1947, antes de viajar a Girardot.

Qué contrastes de la vida. Mi mamita, preocupada por los avatares de la vida, siempre andaba seria, pensando en conseguir trabajo, en la salud de mi abuelita, en la comida diaria. Yo, en cambio, al cumplir 4 años en la finca de la Familia Espinosa, en Girardot, aún no tenía por qué preocuparme y me daba el lujo de seguir posando sonriente. Todavía era ingenuo. Si en esa época alguien me hubiera dicho que yo sería papá… que traería 4 hijos al mundo y que tendría diez nietos… me habría muerto de la risa.

Pero bueno. Lo importante es que sobreviví.

En cambio mi pobre hermanito, Carlos, no tuvo la misma suerte.

Cosas del destino.

¿O de los genes de mi papá?

Y si no… observen la foto de cuando tenía un año, vestido con un trajecito como de emperador chino.

Carlos, hermano mayor de Germán Navarrete, fallecido pocos meses después de haber nacido por una enfermedad infantil que Carmen Navarrete denominaba “acidosis”.

Y mientras a Carlitos se le ve tranquilo, a mí me pasa lo contrario. Como se me observa en la primera foto de este capítulo, sentado y vestido con el trajecito que me regaló doña Luz Isaza de Cano, tengo cara de estar atortolado… como si estuviera pensando: ¿Yo qué hago aquí?… ¿Quién me trajo?… ¿Y para qué?… ¿Y ahora qué voy a hacer?…. Mamá… auxilio…

Ahora entiendo porqué, cuando mi prima Gilma Beatriz Fonseca Navarrete vió la foto que le mostré por primera vez y que mi madre había guardado toda su vida con mucho cuidado, exclamé:

“ ¡ No fregués ¡…ese no soy yo… “

“Claro que es usted…”

“No… me resisto a creerlo… ese peladito no puedo ser yo…”

“Que si…. hombre… que era usted cuando tenía un año…”

“No… prefiero ser el de la otra foto… el niño ese bonito que se llamaba Carlos”.

Y mi prima soltaba tremenda carcajada, tomándome del pelo… del que tenía en esa época… porque hoy parezco una bola de billar…

El 30 de Julio de 1948, tres meses después de que Bogotá quedó destruida por los incendios y los saqueos que siguieron a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el pequeño Germán cumplió 5 años de edad. Como ingenuo que era, no tenía ni idea de lo que estaba pasando a su alrededor. Por eso seguía sonriendo ante las cámaras. No me imaginaba que pocas semanas después quedaría debajo de un taxi, al atravesar una calle sin mirar para ambos lados. De milagro me salvé de que el vehículo me aplastara.

Hoy creo que si hubiera estado presente en el cielo, cuando Dios se llevó al niño… le habría dicho con todo respeto:

“Señor Dios… espere… ¿No le parece mejor dejar en la tierra al niñito ese y más bien llevarme a mí al cielo?… de pronto hago más equipo allá arriba con los ángeles entre las nubes, que con los humanos allá abajo…Uno no sabe… porque yo me siento mejor entre ustedes que entre ese montón de salvajes que no hacen más que disparar para todas partes…”

Y como el Señor Dios no me contestaría inmediatamente… yo le seguiría diciendo:

“Señor Dios… piénselo… mire que ese niño es bonito… tiene cara de serio, calmado, tranquilo… rostro de buena gente… es muy posible que se va a entender muy bien con los humanos allá abajo… en cambio míreme a mí: feíto…, acelerado… hiperactivo… metiendo la pata a toda hora… como cuando me le atravesé a un taxi sin mirar primero si venía algún vehículo…mejor déjeme aquí al lado suyo… ni usted corre peligro conmigo… ni yo corro peligro con los ángeles, porque lo más seguro es que los haga reír con mis bobadas…”

Pero el Señor Dios dijo que no. Y me dejó en la tierra.

Se llevó al más bonito para el cielo… y dejó en la tierra a quien estaba destinado a ser el último de esta rama de la Familia Navarrete.

Bueno. Ni modos. Es la ley de la vida.

“La Ley del más Fuerte”, diría otro. Porque al final mis genes resistieron mucho más los golpes de la vida… y me tocó afrontar mi destino: Ser periodista.

Y precisamente por eso, agradeciéndole a Dios la fortuna de haber sobrevivido, a mis 78 años de edad reflexiono y llego a la conclusión de que todas las Madres del mundo son un verdadero tesoro, que millones de hijos (o hijas según el caso), no siempre saben apreciar en su verdadera dimensión.

La experiencia de la vida me ha demostrado plenamente que todas las mujeres desarrollan un sentido especial cuando se convierten en Madres: son tiernas, amorosas, divinas y le prodigan a sus bebés un amor maravilloso.

Obviamente, cuando los bebés o las bebitas son fruto del amor de la pareja.

Y quienes sobrevivimos la dureza de la vida gracias al cuidado de nuestras tiernas, amorosas y abnegadas madres, tenemos la obligación de respetarlas, amarlas, cuidarlas, protegerlas contra todo y contra todos.

Porque el amor de una Madre no conoce barreras. No conoce ninguna clase de obstáculos. Todo lo supera con una abnegación tal, que llega a ofrendar su vida por el bienestar de sus hijos e hijas.

Así lo han demostrado, con coraje y abnegación absoluta, todas las mujeres de la Familia Navarrete:

Magdalena Gómez Garzón, madre de 7 hijos desde 1903, hasta el día de su muerte en 1951.

María del Carmen Navarrete Gómez, madre de 2 hijos desde 1938, hasta el día de su muerte en 1996.

Blanca María Navarrete Gómez, madre de 10 hijos desde 1938, hasta el día de su muerte en 2007.

Gilma Beatriz Fonseca Navarrete, madre de una hija en 1970, después de haber perdido 4 bebés de manera prematura, hasta el día de hoy.

Y eso está sucediendo en el mundo entero con millones de Madres.

Por ellas, como sobreviviente que soy gracias al intenso amor de una Madre, aprovecho este capítulo para hacer el más rendido homenaje de gratitud y admiración a todas las Madres del mundo, con la esperanza de que sus hijas e hijos les agradezcan todos los días el amor, la ternura, los cuidados y la sabiduría que ellas les dieron en su infancia, en su niñez, en su adolescencia y hasta en su madurez.

La lucha por la supervivencia

La carencia de recursos económicos suficientes para atender las necesidades de mi madre, sus hermanas María Elena y Blanca María y los 17 hijos de las 3 mujeres, se fue reflejando en nuestras vidas desde el nacimiento hasta la madurez, a medida que la Familia Navarrete crecía.

Antes de ser llamada a trabajar en EL ESPECTADOR mi madre desempeñó varios oficios y en diferentes partes. De su honorabilidad y capacidad de trabajo dieron referencia personajes importantes de la sociedad bogotana de los años 50, como se explica en el capítulo dedicado a ella.

A los 5 años de edad, como niño que era, al pequeño Germán le interesaba más el gato que tiene alzado la señora del centro de la foto, que posar para la gráfica. Precisamente por no concentrarme en lo que ocurría a mi alrededor, pocos días después de esta reunión me atropellaría un taxi a la salida del colegio donde estudiaba, en el barrio “Teusaquillo”, a corta distancia del Cementerio Central de Bogotá. A la izquierda, de traje a rayas y con la mano en la cintura, aparece Luis Valero, empleado de EL ESPECTADOR y al lado de él mi padrino Nicolás Moscoso (quien sostiene un niño en los brazos). Junto a él aparecen su esposa y su señora madre.

Mi madre contaba que los trajes de los caballeros de la fotografía corresponden a los que vestían los señores a mediados del Siglo XX, en Bogotá. Eran de corte similar a los de un personaje conocido como “El Doctor Mata”, un tinterillo que se hizo pasar como abogado en Bogotá por esa época. Se le decía “Doctor”´ porque le quitaba las pertenencias a las propiedades de los clientes, los mataba, falsificaba, los documentos y enterraba el mismo a sus víctimas. A un contador que conocía la forma como actuaba, lo mató en la misma casa donde vivía. Fue una figura real de la época de los años 40, antes de la muerte de Gaitán. Según ella, todo fue filmado en el barrio conocido como “Los Mártires”. El policía que aparece en la foto es un agente del tránsito de esa época, esposo de una de las sobrinas de Nicolás Moscoso.

Uno de los oficios que desempeñaba María del Carmen Navarrete se relacionaba con el empaque de café y cebada en unas viejas instalaciones de dos pisos de la carrera 20 con calle 11. En ese lugar mi madre pasaba hasta once horas diarias laborando intensamente, sin derecho a salir a almorzar y justo cuando se hallaba embarazada esperando que yo naciera.

A mi mente viene un nombre, “Café La Perla”, en el Occidente de Bogotá.

El café, o la cebada, les llegaba a las operarias a través de una banda o canal de plástico hasta los lugares donde había canecas gigantes de cartón, rematadas en un borde metálico, de donde ellas sacaban el producto para ir empacándolo en sobres que había distribuidos a lo largo de una o varias mesas.

En su época de estudiante del colegio de primaria del barrio “Teusaquillo”, el pequeño Germán Navarrete, de 6 años de edad, aparece de cuarto –de izquierda a derecha–, en la tercera fila horizontal, mordiéndose los labios. Para esa época ya le había pasado el susto del accidente que había sufrido a la salida del colegio. Pero le quedó la experiencia de mirar hacia ambos lados antes de cruzar una calle. Al escribir este capítulo todos los niños de esta foto, al lado de la profesora Sixta, deben haber pasado de los setenta años de edad… algunos, inclusive, ya habrán fallecido.

Con el paso de los años María del Carmen Navarrete y sus compañeras del “Café La Perla” habían adquirido gran destreza para empacar el producto y por ello cada una tenía centenares de pequeños talegos que llenaban en cuestión de pocos minutos.

Algún día, cuando el café o la cebada de la caneca que tenía a su lado estaba llegando al fondo, mi madre se agachó con tal fuerza que me oprimió el brazo izquierdo y me causó una cicatriz que me ha acompañado siempre.

Afortunadamente no me oprimió el corazón. Porque de haber sido así… Ni mis genes me habrían salvado de semejante garrotazo y no les estaría contando el cuento.

Mi infancia y su relación con las madres solteras de hoy

Por eso considero que vale la pena hacer un breve recuento de mis primeros meses de vida, para entender qué había pasado para que yo aterrizara en este planeta, sin siquiera un pañal, sin saber a qué llegaba, ni qué sorpresas me tendrían mis congéneres humanos.

El 30 de Julio de 1949, Germán Navarrete cumplió 6 años de vida. Ese día mi madre, María del Carmen Navarrete, me vistió con un traje de marinerito. Y por coincidencias de la vida, cuarenta años más tarde mis hijos lucirían trajes similares, pero de Oficiales de la Armada Nacional.

Una noche, el 30 de julio de 1943, mi madre comenzó con sus dolores de parto y en la madrugada de ese mismo día me correspondió el turno de llegar al mundo… sin la arepa debajo del brazo, como decían antes las señoras… y en cambio, a sufrir toda clase de penalidades.

Según me explicó años después mamá, la Madre Naturaleza no había sido muy pródiga conmigo que dijéramos. Por ser sietemesuno –engendrado en la Navidad del 42 y nacido a finales de julio del año siguiente–, era un bebé muy pequeño, feíto y desnutrido… tanto, que los médicos pensaron que viviría apenas unas pocas semanas. Alguien le dijo a mi madre que me alimentara con “kefir”, el producto que en esa época remplazaba la lactancia materna.

Efectivamente mi madre me puso a dieta de ”kefir” y con la leche que mi prima Gilma Beatriz conseguía en el jardín infantil donde le regalaban tarros con leche de la AID, superé satisfactoriamente el oscuro pronóstico de quien seguramente esperaba hacer un buen negocio vendiéndole a ella “este lindo cajón para el bebé” y “una linda tumba para que descanse en paz”.

Aun sin haber concluido el tiempo aconsejado para hacer la dieta por el parto, mi madre tuvo que volver a buscar trabajo en una y otra parte.

Había quedado sola, sin marido y yo sin un papá que se preocupara por mí.

A partir de ese día tendría que afrontar mi destino solo, en un reducido cuarto que tenía dos camas. En una dormíamos mi madre y yo y en la del frente la abuelita Magdalena, cuya cama permaneció siempre cubierta por un biombo de dos pliegues, detrás del cual solo se le escuchaba a ella toser en las noches. Los sufrimientos de toda su vida le habían dejado una enfermedad de los pulmones que no había logrado curar con los medicamentos de la época.

Había comenzado mi calvario. Como lo expliqué antes, mis primeros tres años transcurrieron botado entre una cama, vestido con pañales, sin un padre, con una madre que estaba ausente porque trabajaba todo el día y al lado de una abuelita enferma.

Como no podía llevarme para todas partes, mi madre me dejaba a cargo de mi prima Gilma Beatriz Fonseca, quien apenas me llevaba 4 años y ya era la encargada de cuidarme a mí y a sus otros hermanitos.

Viene a mi mente la imaginación de una niña de 7 años conmigo de 3 alzado en sus brazos y otros corriendo detrás de ella para que los atienda. En esas condiciones no puedo decir que mi infancia hubiese sido normal, porque mientras hoy a los niños de pocos meses los rodean de toda clase de cuidados a mí se me acostumbró desde muy pequeño a una vida bastante dura.

Al cumplir 8 años de edad, el 30 de Julio de 1951, Germán Navarrete ya era una persona seria, juiciosa, bastante hiperactiva pero responsable. Hacía sus tareas solo y no necesitaba que lo estuvieran supervisando. Como ocurre en las zonas de conflicto en Colombia, no le hizo falta un padre. Desde niño fue totalmente independiente. Le bastaba con la educación que difícilmente podía pagarle su madre María del Carmen.

Setenta años después, al entrevistarla para penetrar en las brumas de mi infancia perdida, mi prima Gilma Beatriz me haría una confesión que reflejaba lo grotesco de mi situación en esa época:

“En el restaurante de EL ESPECTADOR, como en todos los restaurantes del mundo, quedaba alguna comida en las ollas… es decir, no se trataba de sobrados… era comida en perfecto estado. Las cocineras del periódico sabían que en nuestra casa, a pesar de lo pequeña, habían llegado a vivir hasta diecisiete niños y estaban asombradas. Por eso llamaban a mi tía Carmen y le regalaban la comida que había quedado sin servir. Ella nos entregaba una parte a nosotros y le daba a usted, que apenas tenía 2 ó 3 años, una cantidad de comida que un niño pequeño no puede digerir fácilmente.

A las cinco de la madrugada se iba a trabajar y lo dejaba dormido. Cuando yo llegaba a despertarlo, por allá a 8, 9 ó 10 de la mañana, usted estaba hecho un desastre y a mí me correspondía asearlo.

Por lo fuerte del episodio habrá algunas personas que tengan la tendencia a dejar de leer estas memorias. Otras se preguntarán para qué lo escribí… por qué no haberlo borrado y evitado tener que pasar por una vergüenza.

Las razones para dejar esta evidencia por escrito, son las siguientes:

1. Jamás me he avergonzado de mi infancia y ahora que voy rumbo a mis ochenta años no tengo por qué hacerlo.
2. Desde el comienzo de estas reflexiones advertí que yo no había pedido que me trajeran al mundo y que si hubiera sabido lo que iban a hacer conmigo, sin consultarme y sin mi autorización… me habría devuelto;
3. A otras personas les han ocurrido cosas peores y las han dejado para conocimiento de la humanidad;
4. Hechos como el relatado hacen parte de la vida de los pueblos y sirven para comprender la forma en que subsisten las personas de menores recursos, y
5. Desde un punto de vista social, sería útil que el desastre de mi infancia, —pero especialmente la vida de la heroína anónima Magdalena Gómez Garzón y su hija Blanca María Navarrete Gómez, cuyas vidas shacen parte de un capítulo aparte–, le interesaran a los millones de niñas de 10, 11, 12, 13, 14 y 15 años, quienes en el mundo de hoy creen que a esa edad ya son mujeres y se entregan al amor con niñitos de 14, 15 y más años, sin tener en cuenta que ellos son simples adolescentes en busca de sus primeras experiencias sexuales, por lo cual se convierten en madres sin tener idea de lo que es un bebé, no saben cocinar, no saben lavar ropa, no tienen idea de lo que es el manejo de un hogar y terminan abandonadas por los muchachitos a quienes se entregaron en mala hora y, sin haber concluido su educación secundaria, se ven obligadas a trabajar en cualquier oficio barato. Por eso siempre he sostenido: Pobreza engendra pobreza.

Además, para entender el significado de este relato, conviene tener en cuenta el entorno social en el cual se producían las circunstancias que modelaron mi infancia, que pudo haberle pasado a otros niños de mi generación e, inclusive, puede estarse repitiendo hoy en los hogares donde los padres brillan por su ausencia y las madres solteras tienen que trabajar desde temprana hora del día, dejando solos a sus hijos por largo tiempo, o en manos de personas que no tienen tiempo suficiente para atenderlos:

A los médicos y enfermeras de los años 40 nadie les había dicho en la Bogotá que la leche materna era el mejor alimento para los niños y que de ninguna manera se debía remplazar por productos comerciales. En este caso el famoso “kefir”. Todas las madres daban a luz a sus hijos y les daban la leche en polvo de tarro que los médicos les aconsejaban, incluyendo la regalada por la AID.

Una vez los niños pasaban de un año de edad, los médicos le decían a las madres que ya podían darles alimentos sólidos. Y mi madre, obviamente, hacía lo que le ordenaban los médicos.

Afortunadamente desde hace pocos años las Naciones Unidas, a través de la Organización Mundial de la Salud, hicieron obligatoria en el mundo entero la alimentación de los bebés exclusivamente con leche materna, por lo menos durante los primeros dos años de vida, acompañada de la técnica creada en Colombia del “bebé canguro”, consistente en que durante los primeros días del nacimiento la madre permanezca desnuda de la cintura hacia arriba y coloque al bebé desnudo sobre su pecho, sistema denominado “piel con piel”, porque de esa manera se crea una relación más personal y profunda entre madre e hijo… o hija, lo cual redunda en una mejor salud para el recién nacido, además de que la leche materna lo protege contra toda clase de virus en la niñez.

Germán Navarrete en su Primera Comunión, el 16 de Julio de 1953, en el “Día de la Virgen del Carmen”. (Foto del Estudio Valenzuela, de Bogotá)

El niño Luis Germán Navarrete enciende una vela a la imagen de Jesucristo crucificado, en el día de su Primera Comunión. (Foto Estudio Valenzuela).

A pesar de tener pocos recursos económicos, María del Carmen Navarrete hizo un gran esfuerzo para que su hijo Luis Germán, de 10 años, tuviera una Primera Comunión digna de las tradiciones católicas. No solamente le compró el traje, el libro, el cirio y todos los elementos necesarios para la ceremonia religiosa, sino que pagó la impresión de dos clases de tarjetas, una de las cuales aparece en la gráfica.

Germán Navarrete, a la derecha, acompaña a otro de los niños que hicieron la Primera Comunión el 16 de Julio de 1953 en la Iglesia parroquial del barrio “La Perseverancia”.

…Pero es que la vida de los nacidos en 1943 era muy diferente… y a mí me tocó la parte más dura….

Por eso he aprovechado el relato de las difíciles circunstancias que rodearon mi niñez, para que nuestros nietos y los futuros descendientes de la Familia Navarrete agradezcan a Dios que con base en estas experiencias mi esposa y yo hayamos formado a nuestros hijos, –que hoy son sus padres–, para que los rodeen de amor desde su nacimiento hasta cuando se defiendan solos en la vida.

El propósito de dejar escrita para la Historia esta experiencia, además, busca garantizar que ninguno de nuestros futuros descendientes tenga que pasar… jamás… por situaciones como las que caracterizaron mis primeros meses de vida.

Otro pasaje de mi niñez se relaciona con los largos periodos que permanecía solo en mi habitación porque durante mis primeros 3 años no había plata para pagar una Sala Cuna o un Jardín Infantil.

Imagen del “Jesucristo Obrero”, que se venera en la iglesia que lleva el mismo nombre, en el barrio de “La Perseverancia”, de Bogotá y donde Germán Navarrete hizo su Primera Comunión en 1953, junto a otros niños.

Carátula de la tarjeta de Primera Comunión de Germán Navarrete.

Se me acostumbró a permanecer acostado entre una cama mirando hacia el techo de cartón de la habitación donde me dejaban.

A veces, en lo más profundo de mi mente, aún veo el entorno de la habitación.

A los 9 años de edad Germán Navarrete fue el encargado de llevar los anillos de matrimonio de Juan Suárez, empleado del correo de EL ESPECTADOR y una joven empleada del mismo diario.

Pasando el guayabo, como consecuencia de haber tomado vino después de la boda, fiesta a la cual me llevó mamá por invitación de amigas del periódico.

Estoy solo. Mi abuelita, a quien escucho toser durante las noches, ha salido y mi madre se fue a trabajar.

Abro los ojos. Miro hacia el piso y veo una luz que penetra en forma horizontal por debajo de la puerta.

Miro hacia el techo y quedo fascinado imaginando toda clase de figuras en las formas que caprichosamente adopta el cartón que lo cubre.

Mi mente divaga, piensa en las cosas que me rodean. Unas veces me parece ver en el techo caballitos que van trotando… otras veces me parece ver águilas que van de un lado para otro según los rayos de luz que se filtran por la puerta…

Escucho niños jugando y alguien abre la puerta. No recuerdo quién es.

Al salir de la habitación me encuentro frente a una baranda de madera pintada de verde, a través de cuyos palos verticales puedo ver –debajo de mi–, una teja que cubre una lata grande, dispuesta en forma horizontal y apoyada contra una puerta de madera. Es el baño. No tiene taza como las que usan los hogares de los niños de hoy, sino una estructura de cemento con un hueco en el centro llamada letrina.

Miro a la izquierda y veo a alguien lavando ropa en una alberca. En ese lugar era donde mi prima Betty me aseaba con una escoba y me bañaba con agua fría en mis primeros meses de vida, según ella me reveló mucho tiempo después.

Levanto la mirada y en la parte baja de la casa del frente alguien pela papas y prepara comida. La misma escena de siempre. Siempre están cocinando.

Algo me llama la atención. Es el cielo. No veo nubes. Solamente un cielo de color intensamente azul y unos rayos de sol que me causan un sentimiento de alegría. Tal vez me contentaba solamente con eso, ya que nunca tuve ni un padre que me jugara…, ni hermanos…, ni hermanas…, ni alguien que me llevara juguetes. Aun cuando, según mi prima, mi padre me visitaba de vez en cuando en esa casa durante mi infancia.

Del único juguete que me acuerdo, conseguido por mi madre en alguna parte, es de un pequeño automóvil Pontiac por allá del año 1926 y de color azul.

Recuerdo, sí, que al salir de la habitación donde me dejaban caminaba a la derecha por encima del piso de tablas cubiertas con papel periódico, bajo un techo de latas que crujían por la intensidad del viento y encontraba un hueco por el cual se entraba y se salía del lugar mediante una escalera de diez peldaños, hecha con grandes pedazos de madera de color negro .

Al descender al primer piso casi siempre encontraba en el estrecho callejón de entrada a mis primos jugando con pelotas hechas con papel periódico. A mi corta edad este oscuro callejón, de aproximadamente 1,50 metros de ancho por 3 metros de largo era el lugar de encuentro con otros pequeños para correr, gritar y pasarla divertido sin darnos cuenta de qué pasaba alrededor nuestro.

El Jardín Infantil

Uno de los recuerdos más impactantes quedó grabado en mi mente cuando mi madre me llevó por primera vez a un Jardín Infantil público, ubicado en la carrera 5ª con calle 34, a los 5 años de edad, a corta distancia del Parque Nacional.

En mi mente recuerdo la figura de mi madre alejándose. Voltea a mirarme, me envía un beso y me bendice haciendo la señal de la cruz. Después corre para subir al bus que la ha de llevar al trabajo en el centro de la ciudad.

Al sentirme solo comienzo a llorar. Como ya no la veo grito, me exaspero y lloro con más fuerza. Me trepo a las barras de la reja metálica y la llamo hasta cuando las fuerzas me abandonan. Miro hacia todos lados y al ver niños que no conozco me quedo callado. Me calmo y alguien me lleva de la mano a un gran jardín donde tienen varias mesas unidas, sobre las cuales hay una enorme cantidad de platos adornados con grandes flores de todos los colores. Se ven muy lindas. Hay muchos niños que corren de un lado para otro, gritan y ríen.

No recuerdo qué pasó después.

Durante los pocos meses vividos en ese Jardín Infantil, sin embargo, se repitió de vez en cuando un hecho que llamó poderosamente mi atención y me marcó para siempre: el agradable olor del césped recién cortado. Desde esa lejana época, cada vez que mi olfato capta ese olor mis neuronas entran en una sensación de placer permanente. Cierro los ojos, respiro profundamente y mi mente se transporta a lugares de belleza indescriptible y de una paz que llena mi alma de completa calma y tranquilidad.

Siempre me ha maravillado el conocer cosas nuevas. Ir más allá. Penetrar nuevos mundos. Tal vez por eso sentí una gran alegría hacia 1949, a mis 6 años de edad, cuando mi madre me matriculó en un colegio de primaria ubicado en la carrera 17 con calle 24, en el barrio “Teusaquillo”, a dos cuadras de la que en esa época era una de las avenidas más importantes de Bogotá, la calle 26.

Con la alegría propia de mi niñez bajaba de los cerros todos los días con mi pequeña maleta por la calle 32 hacia la carrera quinta, acompañado de mi madre o de alguna persona a quien ella me había recomendado y vivía una serie de experiencias inolvidables.

La primera era ver a niñas de todas las edades entrando al Colegio María Auxiliadora. Después adentrarme en la zona residencial del barrio “Teusaquillo” para respirar el agradable e intenso olor de las flores de los jardines de las mansiones de esa época.

Algunas paredes grandes eran mitad blanca y mitad roja, sin letreros de ninguna clase. Las calles eran limpias. Se respiraba un aire sin olor a químicos ni gasolina. No había tanto vehículo como hoy. Ni siquiera se sabía lo que era un trancón. Esa belleza y tranquilidad, sin embargo, casi me cuestan la vida.

Atropellado por un taxi

Mi madre había encargado a un anciano para que me llevara en las mañanas y me recogiera en las tardes. Un día, alegre porque había tenido un día feliz en mis clases, salí del colegio a toda carrera y crucé velozmente la carrera 17 mirando solamente hacia el lugar donde me esperaba el señor que me llevaría de regreso a mi casa.

En ningún momento me fijé en un gigantesco bus de colores como entre blanco y amarillo suave, denominado en esa época “trole”, que funcionaba con electricidad mediante cables que iban sujetos a redes aéreas y que se hallaba estacionado a mi lado izquierdo recogiendo pasajeros.

Por ser un niño de corta estatura y debido a la velocidad con la cual pasé la carrera 17, no tuve tiempo para percatarme de que por detrás del enorme bus se acercaba un taxi justo al lugar por donde yo cruzaría.

El taxi me atropelló de frente y quedé debajo del vehículo. La única visión que mi mente retiene de ese instante es la de mis ojos observando el número de una placa…, un carro negro encima de mi…, el sol sobre mi rostro y el cielo azul . No supe más porque perdí el sentido y no tuve tiempo de pensar dónde está mi cuerpo… dónde quedaron mis brazos y mis piernas… si lo hubiera hecho no sé cómo habría reaccionado.

Mi madre me contó luego lo sucedido. El anciano no alcanzó a llegar a la puerta del colegio porque yo me precipité a pasar la vía. Fui llevado a la Cruz Roja más cercana, adonde ella llegó tan pronto pudo y a partir de ese momento comenzó para mi uno de los momentos más difíciles de mi vida: en cada tratamiento que me hacían me arrancaban de la frente la gasa y la venda con tal fuerza y rapidez que me hacían gritar y llorar. Pero si no lo hacían así… de una… el dolor habría sido más intenso para mi y para mi madre que tenía que presenciarlo todo.

Esa sería la primera de muchas veces que sentiría la muerte cerca de mi y también sería la primera de numerosas ocasiones en las que tendría la sensación de que alguien me está protegiendo. Pero como siempre me ha pasado en la vida, el accidente me dejó una experiencia positiva: Desde ese día nunca atravieso una vía sin antes mirar hacia lado y lado qué vehículo viene hacia mi, ya sea camión, bus, motocicleta, bicicleta o si alguien aparece de repente en contravía, a mis espaldas.

El niño que vivía en una caja de lingotes de plomo

No es fácil para un adulto recordar pormenorizadamente detalles de su niñez.

Por lo general las personas no recuerdan qué hacían, o qué situaciones vivieron entre los 5 y aproximadamente los 12 años de edad. Pero cuando las vivencias se repiten todos los días, durante años enteros, las situaciones se graban en la mente de manera indeleble y por eso en diferentes partes del mundo se encuentra a ancianos que se ufanan de recordar rostros y nombres de personas que hicieron parte de su niñez, como también de circunstancias que caracterizaron sus infancias y que nunca olvidaron.

Por mi parte gracias a Dios tuve la fortuna de que, a lo largo de la vida, mi madre, la tía Blanca María Navarrete y sus hijos Gilma Beatriz y Alfredo, me relataron en diversas ocasiones algunos detalles de lo que ocurría a mi alrededor y eso facilitó armar el rompecabezas de mis primeros años de vida.

Además, la afortunada circunstancia de acompañar a mi madre a su trabajo diariamente y permanecer a su lado parte del día, durante varios años, me permitió desde mi infancia acostumbrarme a las características de la Armada y la Redacción de EL ESPECTADOR, así como a los rostros amables y muy queridos para nosotros, que hicieron parte de mi vida hasta cumplir 30 años de edad: Don Gabriel Cano, Doña Luz Isaza de Cano y Don Guillermo Cano.

Durante los fines de semana, en las vacaciones escolares y muchas veces en las horas de la noche, mi madre no podía dejarme con alguien que estuviera pendiente de mí. Por lo tanto se veía obligada a llevarme a su trabajo en EL ESPECTADOR. Al llegar siempre me colocaba en el mismo sitio: un cuarto pequeño ubicado debajo de la escalera que conducía del primer piso al restaurante del segundo piso y viceversa. La estrecha habitación iluminada por un bombillo se hallaba en la mitad de un pequeño pasillo: al lado izquierdo, bajando 3 escalones, funcionaba la Armada. Por el lado derecho se llegaba a la zona donde funcionaba la rotativa. El lugar se caracterizaba por gran cantidad de papel que se desprendía de los gigantescos rollos con los cuales se hacían los periódicos.

En el pequeño cuarto, dentro de un gran cajón de madera en el cual depositaban unos metales que para mi se convirtieron en mis juguetes favoritos, permanecía horas enteras…, solo… y todos me conocían simplemente como “el niño que vive en la caja de madera”, según más tarde me lo contarían algunos de los empleados que me veían en ese lugar al subir o bajar a la hora del almuerzo o la cena.

Años después ellos también se convertirían en mis compañeros de trabajo.

No tengo la menor idea de cuántos meses pasé en ese cajón cuando era muy niño. Pero de lo que si me acuerdo muy bien, era que mi madre colocaba uno o dos periódicos encima de los trozos de metal –en este caso plomo–, que llevaban letras en la parte superior, llamados lingotes, me sentaba en ese lugar y me llevaba tiras cómicas para que me distrajera.

Si no me equivoco, en 1948 aproximadamente, el periódico publicaba entre sus tiras cómicas una relacionada con Angelita, una niña que vivía en Canadá. Esos dibujos… de casas con tejados cubiertos de nieve… perros que halaban trineos sobre hielo o nieve… niños que jugaban con bolas de nieve, hicieron que mi imaginación volara hacia esos bellos lugares y se convirtieron en mi primer contacto con la América del Norte.

Pobre, pero de sólidos principios morales

Mi niñez en la caja de lingotes fue interrumpida súbitamente el 9 de Abril de 1948, cuando fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán. Los últimos momentos que viví en el periódico ese día los detallo más adelante. Pero como EL ESPECTADOR permaneció cerrado por casi dos semanas y mi madre no podía darse el lujo de quedarse sin trabajar tanto tiempo, le pidió ayuda a su hermano José Israel –quien en ese momento llevaba 20 años trabajando en EL TIEMPO–, y logró que le permitieran trabajar en ese periódico hasta 1951, cuando Don Gabriel Cano la recibió de nuevo.

A medida que iba creciendo, de la caja de madera pasé a los talleres donde se armaba EL ESPECTADOR, conocí los linotipos y observé cómo grandes barras de plomo que colgaban de cadenas como la que se aprecia en la fotografía de la página 51, se derretían dentro de calderos que tenían esas máquinas, para dar forma a los metales con letras con los cuales yo jugaba en mi pequeño cuarto debajo de la escalera.

Poco a poco le fui tomando confianza al ambiente que me rodeaba, a pesar de que a mi madre le advertían que tuviera cuidado conmigo porque en algún momento podía ocurrirme algo malo, debido a que se trataba de una empresa donde de vez en cuando eran lanzados en cualquier dirección y sin ningún cuidado, los gigantescos tubos de acero que sostenían los rollos en la rotativa. Esos tubos caían entre montañas de papel sobrante de los rollos, precisamente donde a veces jugaba sin precaución alguna y como eran mucho más grandes que yo, se temía que de pronto alguien pudiera hacerme involuntariamente daño al arrojarme una barra de acero encima sin saber que un niño pasaba por ahí, o me encontraba en un lugar donde no se me podía ver.

De todas maneras, mientras la gente trabajaba a mi alrededor, me encaramaba en los enormes rollos de papel que eran llevados a la rotativa del periódico y me familiaricé con la forma como se armaban las páginas, como se ve en una fotografía de las páginas siguientes.

Cuando me cansaba regresaba a mi caja de madera a jugar con los lingotes.

Al regresar con mi madre a la Armada, en 1951, ya había aprendido a leer. Comencé a hacer esfuerzos para entender las palabras en los lingotes y, sin darme cuenta, aprendí a leer al revés, al igual que los armadores de EL ESPECTADOR. Ellos leían todo al revés porque así se veían las letras y las palabras en los lingotes, los títulos, las leyendas de las fotografías y los avisos.

Esa técnica de lectura aprendida en mi infancia se convirtió en una ventaja que me resultaría de gran utilidad varios años después en mi carrera de periodista, porque al sentarme frente a los ministros, o funcionarios importantes, en sus escritorios podía leer los documentos que ellos estaban tramitando, sin que se dieran cuenta de que me estaba enterando de su contenido. Una estrategia, entre otras, que me permitiría ganarle a la competencia muchas veces, como lo explico en otro capítulo.

Cuando mis hijos, nietos, biznietos y quienes integren la descendencia de la Familia Navarrete a lo largo del Siglo XXI, se interesen algún día en conocer la historia de mi vida –después de que todos los parientes de mi generación hayamos desaparecido–, respetuosamente les sugiero entenderla no como la de un hombre que quiso aparecer ante el mundo como alguien a quien todo se le facilitó, sino como la de un muchacho sin educación, que a base de esfuerzo personal, constancia y disciplina, se superó de tal forma que habiendo nacido en medio de dificultades en 1943 y descendido de abuelos que habían vivido en la pobreza absoluta entre 1903 y 1919, luchó contra todos los aspectos negativos que rodearon su vida hasta alcanzar el éxito profesional y darle a sus hijos una educación internacional que les permitió triunfar en uno de los países más importantes del mundo: Canadá.

Por eso es importante entender primero cómo un muchacho sin educación, sin formación secundaria ni universitaria, se vio obligado a vivir desde su infancia en un mundo de adultos, compartió con ellos parte de su vida, pero a pesar de no contar con la orientación de un padre o unos hermanos mayores, a diferencia de otros muchachos de su generación nunca se dejó involucrar en el consumo del alcohol, el uso de los cigarrillos, como tampoco se dejó envolver por el mundo de la diversión y las mujeres, a pesar de las múltiples ocasiones que se presentaron a lo largo de mi vida.

Los años de las dificultades económicas fueron soportados con dignidad y gradualmente, a medida que se iban consiguiendo empleos con mayor salario, utilicé desde 1976 hasta 2013 el crédito de numerosos Bancos para adquirir la vivienda propia, los muebles y electrodomésticos que facilitan la vida diaria de una familia, como también para pagar la educación primaria, secundaria y universitaria de los cuatro hijos en Colombia, Estados Unidos y Canadá.

Además, cuando los recursos propios no fueron suficientes, se utilizó el ingenio y la constancia para conseguir dos becas del Gobierno Japonés, ofrecidas a Colombia a través del Icetex, con las cuales se le permitió al hijo mayor estudiar especializaciones en su carrera con algunos de los mejores profesores del mundo en el Japón.

Esa es la filosofía que trato de explicar y dejar a mis descendientes.

La de que una persona puede nacer pobre, sin ninguna clase de recursos económicos. Pero si trabaja honestamente, planifica su vida y sus gastos, ahorra y se fija metas a 20 ó 30 años de distancia, es posible triunfar.

Así lo hicieron Juan Nepomuceno Navarrete Gutiérrez y Magdalena Gómez Garzón desde 1903 hasta la muerte de él en 1925 y de ella en 1951.

Así lo hizo Germán Navarrete desde 1943 hasta sus 78 años. (Claro que le ruego a Dios me permita llegar a los 100… ¡ o más ¡).

Y después de esta explicación necesaria… ¡ comencemos ¡

4 comentarios en “Infancia”

  1. Alberto Fonseca Navarrete

    Gracias German por esas bellas palabras y lindos recuerdos dedicados a mi Tía Carmen (a quien yo quiero mucho) a mi madre, Blanca Maria Navarrete, que también lo quería mucho a usted, y a mi hermana Gilma Beatriz Fonseca, que también lo quiere y respeta mucho y a toda su familia. Creo que faltan otros muchos recuerdos, que espero poco a poco los reconstruya y los incluya en ésta, su Biografía.

    1. Mi querido primo Alberto: Muy gentil por su comentario. Precisamente estoy dejando todos estos recuerdos sobre nuestras vidas ahora que podemos hacerlo en medio de los enormes problemas que tiene el país, para que nuestros descendientes, por allá dentro de 50 años, sepan quiénes fuimos, de dónde vinimos y qué esfuerzos hicimos para que ellos pudieran tener un mejor futuro. En estos momentos sigo trabajando en ésta y otras biografías.

  2. Maria Isabel Navarrete

    “Papo”: (para los que no sepan, este es el sobrenombre de cariño que hemos puesto a nuestro padre mis hermanos y yo desde que tengo uso de razon) En medio de mi ocupada agenda como madre y esposa, al fin he tomado un tiempo de calidad para poder ver y escudriñar tu pagina web. Estoy encantada de ver todas esas fotos antiguas de gran valor y poder conocer mas a fondo todo el pasado de mi familia y sus raices.
    Leer cada una de tus lineas ha sido como revivir esos momentos en que nos sentabamos en familia a escucharte hablar y contarnos todas tus historias y hazañas durante toda tu vida. Era fascinante porque tu gracia y entusiasmo lo hacían como vivir una película!

    Aprovecho esta oportunidad para darte las gracias públicamente por el gran esfuerzo y dedicación con que realizas cada cosa. Es un ejemplo que has dejado a mi vida y a la de mis tres hermanos. Gracias porque a pesar de tu dificil infancia y juventud trabajando a temprana edad, muchos de tus esfuerzos hoy se ven recompensados en nuestras vidas. Gracias por todo tu amor y dedicación a tus hijos y a tu espocita a la que sigues amando con todo tu corazón. Gracias por tu ejemplo como hijo, como padre, como esposo, como buen trabajador, como persona recta y con muchos valores humanos. Siempre queriendo servir a los demás…. es algo natural en ti!
    Dios te guarde siempre y te de sabiduría y muchos años mas de vida. Mi anhelo es que mis tres hijos logren disfrutarte tanto como yo lo hice durante toda mi infancia, juventud y ahora como madre lo sigo haciendo al escucharte hablar y seguir compartiendo conmigo todo tu sabio conocimiento. Te amo y le doy gracias a mi Dios Todo Poderoso por tu vida y la de mi madre. Ustedes son uno solo!

    1. María Isabelita: Desde el fondo de nuestros corazones te damos mil gracias por esas bellas expresiones. (Y me salió en verso porque después de almuerzo… todo lo que converso… me sale en verso…). Tus sinceras palabras son muy lindas. Realmente es extraordinario poder dejar una huella de lo que se hizo durante 50 años de trabajo. Primero, el libro “Homenaje a una Esposa” representó algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo para reconocerle a mi linda esposa todo el amor, esfuerzo y dedicación a nosotros, el esposo y las hijas e hijos durante toda su vida. Después los libros que he comenzado a escribir y dejar en Página Web gracias al trabajo de César. Más tarde incluir aventuras tan fascinantes como la de “Los Trillizos de Semana Santa”, el “S.O.S. por La Hortúa”, la conferencia “La tierra en peligro” y hoy “3.600 muertos en Bogotá” por efectos de la contaminación del aire. Y ahí seguimos. Dejando una huella para que nuestros descendientes sepan quiénes fuímos, de dónde salimos, qué hicimos durante nuestra corta existencia y qué ejemplos les dejamos para su futuro. Mil gracias por tus palabras y bendiciones de parte de mi bella esposa y el Papo.

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